Me llamó machista educadamente. No la contradije. Como perdedor sería eterno. Más el agravio está siempre. Y es que mientras en el planeta tierra la gente se pregunta ¿dónde estaremos en un mañana?, no todos se arrepienten. Ni intelectuales, ni afanadas personas que profesan su verdad. Pocos reculan, tengan pito, pene, chocho o coño.

Pareciera que no hay nadie en ciertas cabecitas, esas que se rigen por las voluntades del expresarse sin impunidad bajo un decoro mísero y educado, descuidado pero arrojadizo. No siempre, pero a veces extrañan.

En cualquier caso, no hay hostilidad si no se alcanza la problemática; que no.  Uno traga con su certeza, y las morriñas.

No creo tener cara de machista, ni corazón de mal hombre. Atiendo mejor o peor a mis obligaciones, y eso que un día me tildaron de ogro. Fue alguien que dijo quererme; alguien que no existe… Ni ésta amiga, ni la otra, querida o lo que fuera, consiguen llevarme al pesimismo, dado que las palabras son daños y perjuicios, y los actos, dádivas en todo su recorrido… pero ¡ya es hora de que el piano se dé cuenta de que no ha escrito él el concierto!” La frase es excepcional, un fragmento de la película Eva al desnudo. Todo un imaginario revolucionario, donde los personajes se interpretan. No es sopa boba, es cine, es realidad dentro de la ficción de tener que hacer cine.

Y eso me toca hacer a mí cada vez que alguien se da al marketing, la meritocracia o el fulgor de creerse capaz de tocar cuando menos el violín o el piano. En uno u otro instrumento, las cuerdas o las teclas (blancas y negras), hasta los pedales son impulsados por alguien. Alguien que dice y hace. Alguien que se enamora y equivoca. Alguien que opina. Y alguien que siente y padece, desnudándose… Jamás me sentí machista, pero hay veces que querría sentirlo para saber qué es eso del mal querer y el mal perder, amigo o querido, y así luego, poder discernir con ese alguien si se es o no se es en verdad. Claro que, registrar la solicitud a otro como tal es muy fácil:

-Hablas de las mujeres como si fueras machista- dijo ella sin pararse a pensar en los peligros de tocar el piano.

La misma, que cuando recrimina a su marido eso del estar tumbado en el sofá holgazaneando y ella a su vez arreglando la casa, en plan chacha, acepta como bueno lo del –contrata a alguien-, a sabiendas de que sus hijos (pequeños pero no tontos) ven ese gesto de poder, soberbia y dinero como si fuera habitual en todas las economías. La misma que se podría permitir tener un piano en su casa. La misma que no me preguntó el porqué de decir aquello, sino que extrañó lo ajeno en algo propio. La misma que sigo respetando, porque hay teclas blancas y negras, cuerdas y pedales, más lo que no sabemos. La misma que en su imaginario revolucionario ya no se acuerda ni de que me lo dijo. La misma que sin ser sopa boba, tontamente lo parece a veces, en su realidad dentro de la ficción de tener que hacer cine, porque a eso se debe reducir lo inapropiado, a tener que hacer cine y abstenerse de lo malo, hasta que uno se interprete bien y no llegue a decir en sus arenas movedizas, como ella, mi buena amiga:

 -No me gusta entrar sola a los bares- o el -no quiero estar sola en los bares- ya no recuerdo bien de tan fallida que era su nota, a pesar del espléndido concierto.

Si bien, mirando al futuro, nunca vi una cara desconocida en esa actriz, sé muy bien que no persigue fantasmas. En otro encuentro de añoranzas, la misma se sinceró, en una confesión de blancos, amor y lágrimas:

-No me hablo con mi familia. Les he dicho a mi marido y mi hijo que se apañen. Así no. Que se hagan ellos la comida. A leche y galletas- pensó en alto, aunque sola se desdecía –claro que, luego soy yo la tonta, se arreglan bien y me toca ceder… y vuelvo a planchar, cocinar, colocarle las camisas por colores.

Y mientras pensaba en su relación se notaba que les quería, temblorosa, hablaba bien de su matrimonio. –Mientras estás con una persona piensas que es el definitivo- aseguraba la actriz.

-¿Le quieres?- le pregunté.

-Mucho, mucho- esbozó yéndosele la mirada. –Es maravilloso.

Y en nada que bromeó duramente con esa incredulidad de la infancia, su otro maná: –¡Te crees que mi hijo me dice que a ver cuándo vamos a ir al ayuntamiento a firmar para que deje de ser su madre!

Pensé entonces que el Alzheimer y el Parkinson tienen un origen común, y hasta que de las mejores limosnas protestan los santos. Sólo que no lo dije, tragué, la seguí escuchando, dimos un paseo a la manzana sin obligaciones y dejé todo como estaba: en medidas no ejecutadas.

Ella siguió soltando por su boca:

-Detallista no es- refiriéndose a su marido. –Pero nos llevamos muy bien- insistía.

Actué con derechos equivocados, reabriendo ese alojamiento por horas del escuchar: piano, piano… No le di abrazo alguno, por más que supe que lo necesitaba, dejé los cariños para sus reconciliaciones, las suyas.

-Mi marido es que no es como. Yo necesito que me lo demuestren. Es un gato- dijo despectiva pero sentidamente.

Ni debía, ni me correspondía hacer de él, en uno u otro sentido. A lo tonto fui la cortina del baño que lo escurre todo pero se salpica.

Más ella seguía picoteándolo todo, en esa pasión del buen pan, en su verdad, su sabor de siempre:  

-No soy un pájaro carpintero. Él hace su parte.

En una de esas veces donde se mira afuera, le tomé la delantera.

-Hoy es el día de mi aniversario de bodas- caí en la cuenta en ese momento.

Ocho años, calculé yo solito, haciendo memoria de esa celebración.

Y así se lo hice saber, descafeinadamente, sin emoción, todo iba por dentro: un sentir raro. Tanto como que echó otras cuentas, la del fallecimiento de mi padre, y me corrigió cuidadosamente, motivos tenía:

-Son dos años ya. Setenta y tres haría.

Todo, en las contrariedades, se aferró a los sentimientos pares:

-Menudo drama el otro día en el cementerio, fuimos en el cumpleaños de mi padre- medio exclamó.

Y siguió, siguió. Con lo uno y lo otro.  

Lo otro y lo de ahora con lo que yo estoy, sin piano, sin ventana, café ni día o noche. Raramente siento su efecto temblor y ese discurso del “déjame en paz que no me quiero salvar. ¡Al infierno con todo!”. Echo la vista atrás y no siento el fulgor del creerme capaz, todo es gris; ni blanco ni negro, justo como estaba ella en la cafetería y ese paseíllo, de dos, a tres, cuatro, cinco, etc.

Recuerdo que aquello que pronuncié estando abrazado a quien fue mi esposa por poco tiempo, en la luna de miel más desaboría. Mi única claro:

–Por siempre jamás- dije.

Quisiera o no iba impostado por ese fuego amigo y por la concepción de lo que tenía que ser la noche y el resto de los días. Lo dije queriendo por entonces. Y al verme reflejado en el espejo del aseo, uno echa cuentas: “si por poco podría tener ya seis o siete hijos de no haberme divorciado”. Pero no hay nada que perdonar, no fui un cazador de ratas ni lo seré. Supongo que todo es eso: una ensalada templada, ni fría ni caliente, cosas que uno crea porque sí y que no termina de entender en su intelecto. En fin, que nos envejece más la cobardía que el tiempo en resumidas cuentas, y que estoy seguro que en su boda, tanto como en la mía, o en la que tendrá su hermana, que esa ya la barrunta, aprovechando que su hijo le hace de medio lado, jamás se dirá aquello de: “Dios te hizo mujer u hombre, no hormiga”. Si bien, ella se siente parte. Y continuará, estoy seguro. La peste del olvido le llegará y todo le serán buenos días. No todas las experiencias de los muertos son milagrosas, de la misma manera que un hijo crece, y que volverá a salir en moto con su marido, y a comer donde estuvimos ella y yo en sus cien años de soledad y el siglo de mis luces.

De ganados y hombres pienso que va todo, y de actuar hasta donde se puede, de autoestimas desde luego, y cómo no de los buenos actores (pequeños pero no tontos) en sus actos de contrición, que lo son todos los putos días, cumpliendo con el modo de vida y las costumbres del país. Ese tipo de amor que está ahí siempre, acechando, como el Alzheimer y el Parkinson.

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