Algunas cosas merecían el riesgo, pero no terminaba de dar el paso. La ciudad, como tal, no le abrumaba, ni estaba tan sucia como la sentía. Lo que habitaba en sus sueños le pesaba. Sueños de ser algo, ni más ni menos, que lo que no había sido hasta la fecha.
Sentía, no obstante, que había llegado el final de la fiesta, y eso que aún tenía mucho por lo que disfrutar, y por lo que luchar.
Quizás era eso. Que no tenía hijos, ni pareja, ni mayores obligaciones que su trabajo y los días. Una especie de piedrecita en el zapato, por cuando el dilema no era el reloj y sus horas, sino cómo se sentía cuando el ruido, ruido de la ciudad, o de lo que fuera (como en el propio coche, por el campo, haciendo la compra, en algún evento) le afloraba esa otra forma/s de amar que no tenía.
Por más certidumbre, seriedad y templanza, un día sí y otro también creí que era eso. Que necesitaba un cambio. Alguien con quien poder sentir que la vida tenía cien años o una última noche, alguien con quien cogerse de la mano sin tener que pedirse explicaciones, mirarse, ir al médico de los ojos acompañado, que el llegar a casa sonase distinto y todas esas cosas que, en mayor o menor medida, y mejor o peor, otros tenían o habían alcanzado alguna vez, en esa vida última.
Porque tras ser árbitro, modelo, cocinero, pescador, orientador y peón albañil, necesitaba y tenía bien claro, que a su muerte se quedaría con su padre, que tenían muchas y ningunas cosas que decirse, otrora época ya.
PEBELTOR
En el afán primero de sanar la propia herida, y de volver a amarse, no tuvo más que aceptar las cosas a las que el destino le ataba, tratando de encontrar una respuesta, una señal o quizás un amor. Cierto es que no había nada que le impidiera hacer lo que debía hacerse.
Niñas, mujeres, que en su día fueron la hija de alguien, habían encontrado ya su penitencia, pues esperar que un hombre malo no cometiera una maldad era una locura.
Entre tanto, contemplar el universo le daba serenidad de conciencia. No pedía mucho, ahora bien, todo lo que necesitaba tenía que ser de verdad. La soledad del corredor de fondo y ese enfoque práctico de la vida le mantenía a buen recaudo de la gente destrozada y entristecida que se exiliaba de las habitaciones de sus casas de cuando en cuando, negándose a sucumbir a la tentación de compadecerse de sí mismo.
A quienes,
tienen el horizonte en una línea.
Imposible dejar de quererla. La forma de las ruinas se le aparecía a cada momento, así como el ruido de las cosas al caer. Volver la vista atrás no quería. El hombre de ninguna parte ardía y pasaba frío, se le habían caído los muros de su cielo.
La vida seguía, como seguían las cosas que no tenían mucho sentido.
Jamás le supo decir “te quiero”. Y la quería; y la quería querer y seguir queriendo. Maldiciendo las cosas que no habían pasado, y también lo que había pasado y no debía de haber sucedido.
Ya no la buscaba de inmediato, se contenía, se lo había prometido a sí mismo. Eran parte de un sistema desalmado, urgente, impreciso, encarecido. El sabor de tragedia mediática lo escondía, no se lo había dicho a nadie. No había acudido a nadie para reparar esa pérdida. Seguía escondiéndola.
La mirada de los ausentes intentaba imitar en los días y los trabajos y no le salía. “Somos todos escapados” pensaba, porque entendía que no era el único desgraciado, ni ella apenas una sola sombra larga, la que nunca sería uno de sus muertos, porque siempre la tendría viva en sus adentros.
Dejarse fue algo inmediato, imbécil. Necesidad, fiebre, hubo silencio, y cosas que no debieron decirse. Sentía dolor al recordarlo, porque arriesgó todo en lo personal y casi que en lo profesional.
En la casa todo le recordaba a ella. Y no tenía vuelta de hoja. Así como con el zumbido estridente, de silencio ruidoso, no definido claramente más allá de su falta.
Incomodidades y molestias físicas aparte se querían. Sobre los comportamientos, un extraño alegaría problemas de comunicación.
Era la desaparición del mundo tal y como lo conocía. Sin furia abierta, contenido; sin luna, estando llena; con mucho por hacer, y esperando un golpe de suerte. Protegiéndose de los vagabundeos atrevidos.
Sintiéndose extraños, que ninguna lealtad se debían, ni tampoco compasión, o peor (palpitaciones violentas, sudoraciones instantáneas, palabras de corrido).
Casi que mejor mirar los movimientos de la noche, las luces verdes y rojas de los aviones que se veían cuando el cielo estaba limpio, el rocío acumulándose en las ventanas bajando el frío, o el grueso de las formas, luchas de individuos por hacer respetar sus derechos y ganarse el pan. Un prodigio de torpeza, al fin y al cabo. Dejarse hacer y querer volver a ser nadie.
Un ruido ininterrumpido y a la par eterno que no daba señales de querer irse, para siempre suspendido en la memoria. Quererse, admirarse, tenerse, cuidarse. Necesitarse. Saber ser parte de uno mismo y de la pareja.
Ella siempre tuvo su misterio. Su sombra sabía lo que temía. Allí también la vida estuvo en otro tiempo. Una mujer casi que de cejas depiladas y ojos tristes por encima de todo, más los pliegues de la carne pálida a quien echaba en falta acariciar con un dedo sus muslos, su ser. Estilizada y fuerte; frágil y capaz.
Las alfombras, los neceseres, los abrigos, el cuadro, aquella caja… Una mujer selectiva hasta para pedir favores, porque el agradecimiento podía convertirse en esclavitud.
Pronto arrancaría el juicio por agresión sexual a dos sobrinas en desamparo.
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