Tag: China y su entorno

2
Abr

Aún queda, ¿viajamos?

Quizás fuera porque en esos sitios se olía a persona mayor las veces que los dispensadores no echaban todas las fragancias, que eran muchas, los edificios sabían a arce y también a cedro. Las asistentas de Rose no eran solo carne para esas horas que no eran horas. En una bandeja les servían, pacientes y generosas, gruesos caramelos color púrpura hechos a mano, y un sinfín de olores que degustar. Esa era su afición, además de las novelas de serie negra. Eran de melocotón o de macedonia de frutas, sin nada de azúcar ni nada de mantequillas ni especias de metales oxidados. Eran cuasi naturales. No empalagaban. Restaban las vocecitas esas de las cabezas que impedían expresarse, acongojadas. Más bien, fragancias infantiles, o de uso diario. Ya era complicado ir al médico como luego encontrar los perfumes con tanto frío, en los Estados Unidos de América y sus distintas muertes. Porque Montreal, estaba y no estaba. Era más fácil domesticar un río que permitirse pasar a un sitio de esos y que no se te pusiera la lengua larga y seca, malamente áspera, o, todo lo contrario, húmeda, tontorrona y largar de más sobre si Canadá, era canadiense o estadounidense. Algunos como que volaban y descendían. La construcción de los relatos tenía una tónica común: Una amiga, o bien Un amigo, y luego las referencias obligadas a pedir historicidades sin receta mezclando la prosa con tiempos y lugares irreconocibles en un mundo dotado, al propio tiempo, de una veracidad honda y una dignidad ejemplar por el atrevimiento en los sofocos y esa exposición al sojuzgamiento de Norteamérica.

Para los policías que pasaban a saludarlas les daban los de frambuesa. Todos los días alguno debía pasar por la agencia, antes de cerrar la redacción. Alice les decía siempre muchas cosas. Rose lo típico: hay mucho que hacer. No había muebles, solo rincones encarecidamente revestidos de papeles. Un formato muy propio, hecho a medida para los lineales. De haber una riada, mejor chapotear en el agua sucia que ponerse a recoger, pues se precisarían semanas y semanas para tirarlo todo a la mierda. Una triste gracia. De noche, las lámparas de mesilla daban más miedo. Al igual que en las habitaciones de hospital de bien, buscaban esa cercanía de las salitas de estar. Las abuelas entraban con los labios apretados cuando querían denunciar algo: tenían contratado un servicio social (La noche del diálogo). Y la gente bien que lo sabía. Hablar por hablar podía llegar a ser más sanguinolento, virulento y adictivo que el peor de los fármacos.

-No es asunto nuestro pedir cuentas a nadie- creyeron siempre desde la dirección -pero mienten, o los controlamos o acabaremos inertes, sin tiempo, en un cubo de basura- vislumbraron lejanamente años a, por ricas y pobres, vehementes y pautadas, con un oído infalible, y tiempo. Mucho tiempo.

En la Montreal más europeísta, a diferencia del estado de Maryland, había tiempo para todo lo miserable, fraudulento y fantasmagórico, quizás, por su imagen de buena ciudad y esa singularidad de tan a medio camino.

Hablar en las farmacias tenía su precio. Moralidades, infancias, confesiones. Todo se grababa en ese trasunto mecánico de seres reales. Humanidad y universalidad. El gobierno canadiense tomaba sus medidas de salvaguarda. A partir de ahí, había tantas estrellas en primavera como gentes dispuestas a hablar mucho antes que llegar a casa. De no ser por los inmaculados medicamentos las gentes no podrían apartar las vistas del suelo, serían gelatinas en una suerte de descomposición e imágenes aisladas. Los seres humanos, y sus cuatro, cinco o seis litros de sangre (que algunos de Montreal la tenían), habían de aferrarse a todos los sueños. Para etiquetar los diálogos y todas esas atenciones primarias, de inicio intervenían los detectives. Muchos, como excusa, tenían casas apartadas en los grandes lagos; algunos, hasta hidroaviones. A veces de imposible o muy difícil localización, porque se perdían adrede dado lo incierto de su oficio, mirando cada vez con más escepticismo los presuntos objetivos y a sus convecinos. Se pagaba bien, al cuerpo policial. Con los años, esa pensión de jubilación más las horas a sueldo, permitía vivir de lujo, apartándose del mundanal ruido.

En camas de 1,50 se metían sin hacer daño. También estaban espiados, tanto o más que los chicos de dieciséis años y menos. Se sabía hasta del olor de las sábanas de los que compartían experiencias y vitalidades. No había reglas mediocres, todo era una pavorosa regla: la imponderable decencia. Rigideces y atrevimientos que mullían todas las huellas habidas y por haber. Los únicos que se libraban de algo eran los nadadores. El olor a cloro costaba sacarla, y las piscinas resbalaban en todas las estaciones. Pagaban, los detectives, a los chicos de buenas notas para saber de los equipos de natación. Y no los creían peligrosos, peores eran las de las melenas preciosas. En los lavabos mascullaban entre dientes.

Fragmento del libro China y su entorno

(Disponible en AmazonPEBELTOR

 

14
Feb

Cuando no se siente nada y todo es todo

Luego dicen de los trabajos, pero el día a día también somos las personas. Pero sí, en el lugar adecuado y en el momento adecuado debería encontrase uno mismo cada vez que intenta adivinar su reflejo en el espejo, cómplice pasivo. Sobre todo, en esos días donde supuestamente la obediencia y el amor se unen, como en San Valentín (condicionantes mercantiles aparte).

Uno escribe libros no para ganar dinero, se beneficia no solo de escribirlos, sino de compartirlos. Es sumergirse en la vida cotidiana, donde las esperas más o menos prolongadas hacen capítulos y dueños del fracaso, amén de los propios, también, donde la picaresca invita a las carcajadas y nacen tejedores de sueños, que no son otros más que protagonistas de uno mismo, con toda su bohemia y esperpento. En definitiva, cuentos de buenas noches para niños/as rebeldes. Otro arte de tirar “palante” y sobrevivir con dignidad, evitando el llanto y el lamento que paraliza. Horarios, donde solo es posible ingresar el esfuerzo, el respeto y los lazos de amistad, señal inequívoca de que uno no se rendirá jamás. Ahora bien, ahí no cabe el amor, o más bien no se tiene estrecha relación alguna.

Recién terminada la novela titulada Mary McCarthy, que en días autopublicaré en Amazon y subiré a pebeltor.com, todos esos vacíos se aúnan. Para cuando se la vaya a ofrecer a alguna editorial supongo que ya me habré enfrascado en otra tarea que ocupe parte de mis días y noches, pensamientos todos, dado que los trabajos son eso, por mucho que uno los quiera mejorar, y las relaciones personales (de índole amorosa) algo ininteligible cuando no se es perro ni amo.

Meses atrás escribí sobre China y su entorno, otra obra que me supuso doblegarme, y que recientemente ha rehusado publicar un gran grupo editorial. Otra que sacaré en breve por mí mismo, y que dejaré a expensas de las mareas. En aquel libro, decía tía Rose, la gran protagonista: “A persona joven no hay deuda vieja”. En el ultimísimo, Mary McCarthy, una ordenanza y mujer de excepción, comentaba: “Si quiere quedamos y nos ponemos al día. No soy una pobrecita”, sabedora, que pocas veces en la pobreza había libertad. Ambas novelas las une Cicerón, quien nos enseñó igual verdad, y sostuvo que “desesperarse por sus propios males no era prueba de amistad, sino de egoísmo”. Y eso debe ser lo que reina o no en días tan señalados como esos del amor, frugal o perenne, brillante o condenado.

A mí me pasa cuando escribo, que tan pronto mato como que adoro. Lo de cagarme en la puta madre de alguien es algo intrínseco, que sale por la propia sencillez, en un contexto donde los derrotados saben que lo son. No obstante, uno intenta superarse, no rendirse jamás, pues cada piedra, losa, arena o trozo de cielo que se pisa está la belleza de la hospitalidad, resonándonos también el eco de alguna frase o gesto simpar, pues los días son así: de ese hombre, de esa mujer, de ese amo y perro quieto; y se sufre, pero se ríe. Como prueba los percances domésticos, las políticas, y los bloqueos económicos y financieros: nada puede al amor, se tenga o no.

Cuando de verdad se ama o se quiere, todo en un sentimiento inmenso. Y ni el último minuto es clave en el juicio. Que los hay. Todo se valora, mide y estropea. Todo se pierde y gana… NO, ganar no se gana. Si el amor hubiese sido una obra creada por la inteligencia del hombre, de otro tipo de amor hablaríamos y sufriríamos. La que nos improvisa, acomoda o espera es cruel. Puede cerrar puertas. Como Mary McCarthy. Alguien dijo, en esa obra de exhortaciones:

– El que tiene vacío, verá todo vacío; el que tiene envidia, mirará por ella.

Los papiros más antiguos del Nuevo Testamento aclaraban poco sus dudas, y las mías, y eso que trabajaba en una de las mejores bibliotecas. Quizás, uno, con respecto al amor debiera pensar lo que otro personaje de esos:

– Solo son así los primeros quince años. Luego se relajan con los nuevos.

Porque ni teniéndola se deja de ser principiante, más si cabe cuando te falta, y/o añora. El caso es que la Luna tampoco quiere irse en muchas noches, por perdidos o queridos que seamos y estemos; y el sol, ese espía incansable, bien que sabe que uno tiene demasiada luna para dar luz a una mujer que solo le necesita cuando el sol ya está dormido, si es que se atreviese a irradiar. Eso es la pura contradicción del amor y del escribir: quererse y no quererse, tenerse y no tenerse. Dado que, como con los libros (buenos o malos), uno los hace y los termina dejando de ser dueño de los mismos, por más que uno los haya parido, sufrido, amado, odiado, dicho y redicho.  

En cualquier caso, cuando no se siente nada y todo es todo, por más que los hombres/mujeres y los días nos sean así, qué poco costaría darse al placer de la lectura y del amarse y amar a otros, como si fueran queridos o familiares lejanos hermanándose. Días hay para hacer cada uno sus cosas y para ponerse los pantalones bien puestos, miradas celestiales aparte.

 

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