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4
Ago

Se sucedían los días y no la besaba

Esos ojos redondos de mirada granítica, dura pero rosácea, marmolada y corsaria les procuraban miedo y encanto a partes iguales; también el eco de las lluvias que no terminaban de llegar cuales rayos de nostalgia.

Él ya sabía de los hermanos de su padre, de la hermana de su madre, de las primas de ella, de su tía que no era su tía, de la hermanísima y sus recurrentes veranos e inviernos de juventud, que tenía muchas sandalias para el verano (sin tacón), hasta había visto cómo le quedaban los vestidos de flores o los con y sin rayas (sujetos o no con cinturón), y que había ido a una modista marroquí en un sábado en plena tarde para unos arreglillos. Casi que le llegó a hablar del musgo del tejado. La muchacha tenía recursos a la espera de incipientes o tardíos frutos. Ella que de política ese pasaba, que estaba asqueado con todo y nada, casi sin familia, credo, coche y casa; solo trabajo y más trabajo, a falta de capital, mejor sobrenombre y ciudad más grande o chica. 

Tras años sin verse, muchos, sin saber absolutamente nada el uno del otro, unos veinticinco, él había perdido la cuenta de las veces que habían quedado a tomar primero un café, luego un zumo y más tarde a comer y cenar, paseando, incluso. Criticando también tatuajes varios, elecciones de otros, siempre. A su lado tenían una ciudad moviéndose, que los saludaba, la misma que les vio de estudiantes, por cuando si se miraron ni se pararon a verse juntos, y sí, eso ya sucedía. Los dos se preguntaban, cada cual, en su foro interno, si sería ella o él.

Haber escuchado de la misma te daré un masaje, más los viajaré siempre que pueda no eran el peor de los miedos de ese, sino el ¿qué pasaría cuando ya no pudieran parar de mirarse, estando juntos? Porque se lo preguntaba. Llevaba cuatro o cinco, y ninguna tras de sí, salvo la primera vez. Él ni se acordaba de qué fue lo que le hizo saber que su matrimonio fallaría sí o sí, después de tanto tiempo. Y aún era joven, estaba en la edad de oro, y dentro de la fábrica, haciéndose, como toda persona con presente y futuro, capaz.

Ella también tuvo sus deslices, algo le contó en las sesiones de gastronomía que se daban, aunque lo más candente no eran esos pasados, sino la angustia del poder elegirlo todo. Aparentemente nada le faltaba a ella salvo su hombre. Hablar de coches, de la venta de todo tipo de modernidades y artículos vintage, de infinidad de viajes hechos y a la vista, de sus amiguísimas repartidas por medio mundo le confundía. A veces ella se le quedaba mirándole fijamente, como si fuera a decirlo todo. Pero no, tampoco se atrevía. En la penúltima cita, porque eran eso, citas de dos y nadie más, incluso al teatro, sufrió un castigo sin venganza. Se atrevió a tocarla. Sí, a tocarla, que no rozarla. Le frotó el brazo izquierdo por encima del codo bajo la excusa de saber si seguía teniendo frío, un calor menor debido a los aires acondicionados. Lo hizo justo al despedirse y cruzar el paso de peatones. Ese nunca miraba atrás, ni al cruzar el semáforo donde últimamente siempre le esperaba, dirigiendo el tráfico a la par de una fuente iluminada y crecida, mientras ella terminaba de pintarse.

La coquetería no la había perdido con los años, ni ese color tan característico. Un moreno rosetón tan cercano que él lo haría patrimonio de la humanidad, el cual dejaba a la vista esas arañas tan propias de quienes trabajaban todos los días erigiéndose en ciertas extremidades. Monumentos para él, según días; fortificaciones, en otros. Y había aprendido a no tener flores en la recámara. Otrora época ya se le habría declarado y llevado varios rosales y claveles rojos. No obstante, su bravura, con los años y experiencias se había hecho milimétrica, tanto como su dulzura. Sabía que le gustaba. A su modo, la dormilona le había dicho guapo. Esa, como buena dama, manejaba las lenguas. Y nada se la hacía tan fantástico e insólito como su quehacer diario, por muchos países en los que hubiera estado. Pero él le ofrecía otras mutaciones paisajísticas, de las más notables para su edad. Ambos sabían que era bueno caminar descalzo

En la última quedada, que tuvo excursión de a pie para bajar la cena, casi que exploró lo oculto, pero no. Solo agua. Ni actividades deportivas compartían, o vuelos desde la ciudad de origen, traslados en tren u otras orgullosas ciudades. Tas el desayuno se intentaban olvidar el uno del otro, y eso que apenas se veían. La ciudad que los unía, por bella no destacaba, funcional quizás. De medieval nada. Callejuelas, bares, terrazas y poco más era el deleite. Un algo libre y poderoso, con multitud de pequeñas y grandes aristocracias. Ella era una de tantas, tenía un rico patrimonio, trabajado por su familia, que medio regentaba. Porque cada día había de reconstruirse.

A su edad, saludar a tantos al cruzarse en los días y los trabajos, tomarse una cervecita, sus pescados y mariscos, los cines, cafés y religiosidades no se los llevaba el tiempo ni los vientos, sino el azar. Sabía que lo tenía delante, a ese alguien. Un hombre medianamente robusto, agradable y con la calidez propia de haber encontrado su propio microclima. Más o menos, un encanto en la puerta del infierno. Pues ahí estaban ambos, en la propia gruta del diablo: soñando con casas viejas sin ni llegar a darse la mano. Un ejemplo de igualdad sin igual, si acaso. Cuando no pagaba él lo hacía ella, y viceversa. Quizás, razón por la cual los dos islotes iban resistiendo a toda esa erosión.

Era lo que ese más detestaba, regresar tarde a su alojamiento casi que peor que el primer día: solo y confundido, consigo mismo y con ella en la más pura esencia interior. Y el comer era la paranoia como combustible para la damisela, pero lista como ella sola nada le caducaba, sabía medirse la tentación.

Una vez a él lo vio con ropa ligera, no tan fino o grueso como ir en bañador, pero casi. Ella no, como mujer podía ir elegante pero informal sin perder su atuendo, siempre. Ahora bien, ese creía que ella hacía trampa. Le miraba por el balcón mientras la esperaba contando los hilos de agua que iban a subir de la fuente, impulsando esa parada y fonda apoyado en una señal de tráfico, normalmente hacia la tarde noche. Y nada de fantásticos aires de la montaña o las brisas marinas. Pero la gracia de todas esas esperas y salidas radicaba en la variedad: siempre había algo nuevo. De momento, sumaban. De momento, porque se ofreció a llevarla al tren para unas de sus muchas salidas por vacaciones, en lugar de que se tuviera que coger un taxi; y eso le descolocó a ella, una galantería que salió de él sin más, aunque a los segundos, de poder retirarla lo hubiera hecho, el caso es que no encontró la forma y manera de seguir siéndole gentil y educado sin ofrecerse a llevarla. Sabedora, y victoriosa, ella de inmediato le ofreció quedar antes, una gustosa esquiva como si fuera otra cita menor, de tantas. Él noto que ella también se había desencajado. Solo que a él no le pareció ni mucho ni poco, sino un mal cálculo suyo: podría interpretarlo como una declaración o un algo más propio de novios, queridos. Esa misma noche pudo haberla besado con todas las ganas habidas y por haber, de hecho, ella lo esperó, ni yéndose ni quedándose hacia la vera de su portal. Y no. Por haber hubo de todo y nada: carga útil (se ansiaban), cansancio específico (no eran sus primeras veces) y por supuesto, los costes de distracción (gentes que pasaron a deshoras). Sí, eran más peones que fugitivos, como toda esa ciudad de provincias de la que él y ella quisieron escapar años antes y no pudieron, formando parte de ese ejército olvidado del mundo: trabajadores sin fanfarria ni panteón, casi que escupiéndose contra el viento. La vida se les estaba yendo.

Alguien con espectro autista (personas de esas que recordaban momentos, no las horas con sus padres) los diferenciarían a la primera, formando parte de esa pobreza: la soledad más inaudita del no atreverse. Todo, porque las más crueles mentiras eran dichas en silencio. Tanto el jardinero almirante como la servicial empresaria, indefectiblemente eran infelices, por trabajos y conocidos que tuvieran. Hasta ese desorden de sus nombres cuadraba, como si Dios no les estuviera mirando. Seres que generaban quietud dentro del movimiento. Quizás los muertos de uno y otra hubieran planeado esas cortesías, pensó ese, o que algún petirrojo hubiera cantado sus abriles, recordando las muchas veces que a punto estuvo de probarla, algunas tan categórico como un mamut lanudo y en otras tan inadvertido y ético que un caracol se le hubiera adelantado, ya fuera por azar o por la propia interacción.  

Apenas tres horas faltaban para que ella tomara el tren. Y ese estaba como cuando la vida te da un martillo; ella, cual mujer aplicada y obediente en su jaula de leones: su cama. Un reino siempre demasiado breve. 

(CONTINUARÁ, si quieren)

 

 

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