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11
Ago

Mirarse sin verse

Pensaban el uno en el otro, no de forma lineal. Hacían sus vidas, pero les faltaba algo. Se notaban presentes y al tiempo ausentes. La noticia era esa, que estaban sin estar y se echaban en falta. En parte se evitaban y, de otro modo, era un ejercicio de memoria por todo aquello que habían sido.

De cuando querían tocarse, mirarse, hablarse. Fuera ella o fuera él.

Esa ventana de tiempo ayudaba, no obstante. Cada cual manejaba su gran relato de existencia. Internamente, habían regresado a su infancia, a la adolescencia, y a los primeros años de adultos, hasta a los aires difíciles donde ya estaban ambos con la emoción del deseo, de la pérdida y de la esperanza. Pocos, pero muchos si se sabían contar, y recientes.

Si bien, ese ruido continuo del tener que corresponderse les había podido. La voz ya no tenía fuerza. Apenas quedaba un hilo de educación, poco más. Pero ver, se veían; mirarse, no tanto. Uno y otro mitigaban sus barreras con los días y los trabajos, pero también se incrementaba la ausencia, elevada en ciertos momentos, una ausencia adulta y contenida. Ambos sabían que, con o sin mediadores, precisaban de una cuarentena. La vida se había convertido en todo un delirio moderno y emancipador en los últimos años. Libres, soberanos e independientes. Y lo pagaban.

Para ellos, el atlas de la geografía humana podía llegar a ser un corazón helado. Ya, ni cuando estrenaran ropa les sería un día especial. Ellos mismos soportaban su ayer y se golpeaban más fuerte que la indomable vida, sin faro alguno. Eran demasiado listos como para seguir insistiendo, o viejos carcamales.

Tontos o listos, cada día hacían algo por última vez, obviando y emulando esa imperdurable unión de dos extraños que aprendieron a quererse. Es más, la noche en la que amaron no amaneció jamás. Lo único que les importaba eran las opciones que uno se daba a sí mismos, y eran tercos, capaces de evitarse todas las atenciones y aceptar esa suma mal resuelta.

Irremisiblemente había amores que duraban para siempre, aunque no se besasen, aunque no se tocasen, aunque no se viesen. Quizás era mejor no acostumbrarse a nadie, también barajaban. Ahora bien, con ello también abanderaban el disfraz del juntarse, tal que fuese hermoso verse, abrazarse y besarse en vez de revisar recurrentemente si se tenían mensajes de la otra persona (hasta de un teléfono prestado).

Jamás podrían volver a empezar por el principio; es más, nunca lo hicieron. Ni por los valores, o lo del educarse con el ejemplo. A más años querían menos preocupaciones.

De nada servirían las palabras, ¿o sí?… Entre tanto, lo más importante era mantenerse sonrientes, en un entorno que iba exacerbando todas las inseguridades y ansiedades. El amor, como amor, no prescribía, pero a la vez era un lío embarazoso. Mal asunto eso del adaptarse o refugiarse.

Cierto es, que las personas que no tenían ninguna esperanza eran más fáciles de dominar; y que el cansancio cada vez era mayor. Muy poca gente disfrutaba de verdad. La necesidad de otro verano invisible estaba ahí… o de toda una vida. Verdades ocultas del mirarse sin verse a la suerte del mundo.

Que otros también se hubieran distanciado era un mal consuelo. Todo un pésimo espejo en el que mirarse. Casi que mejor mirar al mar y a sus contraventanas, viviendo en una época en la que la actualidad casi que lo atravesaba todo y, donde apenas se retrataban los pensamientos y los destinos, sí lo extraño, la incertidumbre y el miedo… ciegos mirando sin ver, por cuando las desavenencias o el repudio y los supuestos imperaban en las perspectivas y las memorias.

Ni una triste divagación de estío se permitieron, y eso que estaban en la sociedad del cansancio y donde las oportunidades había que crearlas… y no dejarlas pasar.

“Y después de todo sólo les quedaba la lúgubre tarea de seguir siendo dignos, de seguir viviendo con la vana esperanza de que el olvido no les olvidase demasiado” (Julio Cortázar).

A quienes les daba miedo la enormidad,

los sueños y los olvidos. (PEBELTOR)

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