Tag: pecado

17
Ago

Saber quién eres y en quién puedes confiar

Separados parecían un puñado de chalados contando nubes. No les daba miedo a envejecer, es más, llegaron a estar contentos de hacerse mayores juntos. Si bien, se hartaron de oír pasos de alguien que no llegaba nunca, y de andar sin buscarse pero sabiendo que se encontrarían, de una manera u otra. Su mayor pecado: la indiferencia. Desear lo que no se podía tener casi les supera. Ella, por segundo verano consecutivo, le había dejado. 

No hacía falta venganza ni gestos delatores, la gente mala ya se destruía sola y no era el caso. Se querían. Otra cuestión era saber encajar la madurez, la lealtad, la estabilidad y la paz que debían darse. Tanto ella como él llegaron a sentir cierto hastío, falta de horas o lo que fuera. Vivir en dos sitios siempre resultó muy complicado. Y la osadía de querer pensar por uno mismo.    

Ahora bien, a veces la persona que nadie imaginaba capaz de nada fue la que hizo cosas que nadie imaginaba. No olvidaban que llegaron a estar tres años juntos. Uno y otro sabían quiénes eran, y en quién podían confiar. No obstante, fueron como niños con una pistola en las manos en ciertos días, disparándose con sus días y sus trabajos, porque ni al Estado ni a sus jefes les importaban. 

Una historia de dependencia mutua, que no de maltrato. Personas, que no caricaturas. Que se querían, y que querían seguir queriéndose. Castigo y abismo, amor. Tiempo de amar, y tiempo de morir. La vida siempre les fue más vida cuando se encontraron, jóvenes a cualquier edad. Ni siquiera muertos podrían quitarles la sonrisa de la boca de aquellos días que consiguieron bailar con todas sus noches, bailar sintiéndose, amándose, sabiendo que había alguien en quien confiar, a quien querer, con quien poder estar, ayudarse y tenerse. Esa persona normal con quien poder ser directo, franco, tener afinidad y ¿por qué no?, sentir mariposas en el estómago.  

Frente al olor a humanidad, ese siempre prefirió el perfume de esa mujer. Más, coherente y respetuoso no tuvo otra que aceptar la decisión de ella: la de irse, la de dejarle. Él quería estar a gusto, saber desconectar y relajarse; disfrutar de la vida, hacer cosas que solo no le salían, ya fuera por vergüenza, dejadez o pura soledad. No sería padre, ella ya lo había sido. No sería su único hombre, ella ya lo había intentado con otro.

El caso es que daban pena. En el trabajo se cruzaban de cuando en cuando. Trabajos distintos pero iguales. Disimular o encubrir los ayeres con la cortesía de un pírrico saludo al paso evitando mirarse no era ni educación ni valentía, simplemente ridiculez. Esos que se habían visto desnudos, que se habían dicho cada cual a su modo que se querían. Sobre todo ella, más expresiva. La que dejó de hablarle, porque ni se despidió cuando le dejó. Ni dio la cara; ni se llevó sus enseres, los pocos que le quedaban en esa casa donde tanto se vieron. Enseres que ese no sabía si tirar, devolvérselos u olvidarlos en el armario de la entrada. Zapatillas, cepillo de dientes, toallitas íntimas y una tarjeta a modo de dedicatoria, vanagloriándose ella por la suerte de haber iniciado esa relación con un café para dos. Un poco de todo, y la nada más absoluta. Costaba creer que cuatro cosas tuvieran tanto valor, tanta fuerza, y que a su vez fueran un monstruo, dado que estaban ahí y tenían su peso, su pena, y la capacidad para sincronizar más si cabe los sonidos y los recuerdos enfatizándolo todo por lagunas que intentaran tener.

Sí, ella quiso olvidarlo. Sacarse de la cabeza eso que estaba en su corazón. Él, respetarla en su decisión y que la misma fuera feliz, que no le faltase nada; ni a ella ni a su gente. En cualquier caso, el teclado del tiempo dictaba sus enraizamientos. Tiempo que consumir, y tiempo inapropiado que les dejaba y no les dejaba vivir. Todo un invisible ejército de inminentes silencios que digerir al cruzarse y pensarse.

Tales repeticiones construían un presente, quizás de un dios equivocado, un lenguaje, vida, sentimientos. Los días se perdían, se perdían a la luz y a las noches. Eran la pobreza que no se veía. La necesidad de despertarse juntos cada mañana. Y mucho miedo, toda una felicidad que asustaba… de la que parecían darse cuenta: esa casi que total pérdida de su existencia. Esos que por triviales, llegaron a molestarse por nada. Quizás por haberse hecho poco caso o por no haberse dicho todo en según qué días, momentos, de cansancio, de dudas, perdiéndose en lo pequeño, sin haberlo sabido resolver con un mero abrazo, beso, caricia o lo que fuera. En cambio, como si todo, como si nada, como si nadie, pareciera que esperaban hallar mil y una cometas en el cielo para volver a tenerse.

Cometas que difícilmente llegarían, tercos, rudos, dolidos, enrabietados, suficientes. Cada cual en su sitio y en la nada. Un espacio y lugar donde el ensordecedor silencio y la mala paz constante tenían mucha culpa dando por sentado muchas cosas, faltando romanticismo, bueno o malo, y darse nuevamente. Desear a cada instante, querer y no poder tenerse. Un diálogo incesante. Tener sentidos. Estar enfermo de los ojos. ¿Pero cómo? Porque ella ya se enamoró de él en su día, y fue ella quien le había dejado por cuarta o quinta vez. Momentos esos de la vida en los que pareciera que no estaba pasando nada, y que estaba pasando todo. Decisiones que ella tomó como si probase o midiese el amor, siéndoles la vida simultáneamente trágica y cómica, y al mismo tiempo absurda y profundamente significativa. 

Lo de pasear por la orilla del mar, que la arena fuera oro, que el tiempo cambiase y que los cielos fueran puros era mucho más que soberbia por anchas playas e imposibles que se ciñeran al mar. La realidad eran los pasos lentos, la boca muda, los ojos fríos y resecos por no poder ni saber descansar y olvidar esos años juntos, hechos y dichos, separados. Perder la mirada, distraídamente, perder la mirada, la perdían, estoicos. Personas que podían soportar el dolor y las dificultades sin quejarse, otra cosa es que no les doliese la vida, que no se quisieran, por mucho que rieran dichosos en público y llorasen escondidos, disimulando la travesía y los pasajes. Personas que llevaban la tormenta en su alma. Esas que habían sufrido toda la vida. Esas que tenían cosas que contar, que dar. Personas que tenían una lluvia pendiente, cafés y la belleza de los libros, no habiendo nada más importante que la vida de una persona.

El amor era eso.  

8
Oct

No parar de sangrar

No paraba de sangrar, sangraba de vida, de apuro, por rabia. Ardía, se retorcía. Lo sabía ella y solo ella. La sensación de encaje, la sensación de que a medida que iba creciendo estaba siendo más absorbida por sí misma, la hacía hasta perdonar y condenar sus orígenes y creerse dos mujeres en una bordeando los sueños bajo el mismo patrón.

Mujeres que decidían con contundencia respecto a los hombres, a quienes unían sus vidas, ya fuera con curiosidad o morbo o con la mejor de las decisiones privadas.

Sangraban y la raza parecía no tener nombre ni el más mínimo atisbo de crueldad que la propia piel, despojada de lo superfluo, intensa y memorable, también breve. Sangre que se recreaba en ciertos sabores dejando una profunda marca a según quiénes.

Sangrar, sangraban hasta las cantantes calvas, las profesoras más inteligentes, las del porvenir y las víctimas del deber. Todas sangraban, incluso las jóvenes casaderas en un delirio a dúo. Sed y hambre de un juego burlesco y dramático, de ídolos vacíos. Nunca cuentos para niños menores de tres años.

Con todo, simplemente sangre; de las que algunas no tenían ni idea, sí que lo sentían mucho. Y lucha encarnizada por ocultar, en realidad, ser mayor como momento cardinal. Fórmula para hacer hincapié en la propia estupidez o en la suma del entendimiento. La lengua más pobre, el extrañamiento.

Y el respiro más profundo de los aires vivificantes, toda una vida.

Hacia la mañana, el primero de los cantos ya se atasca de buenaventura y se señalan las manchas, el primer lugar de pecado, y sin otra alternativa, luce el sol sobre el mundo de siempre. (Para los ingleses lo mismo, que no hay periodo intermedio).

Los días felices se viven con un mundo de color, otros, con acusado humor negro, casi que, sin afinidad, donde nada es más divertido que la desdicha, pero siempre la misma cosa: esa oscuridad que amenaza invadirlo todo.

Para cuando la última cinta, el monólogo interior es más de asedio. Pronto, a pesar de todo. Sin próximo mes, quizás. Más se vive en la transfiguración, y en las fiestas que no se celebran; permaneciendo en las viejas costumbres, esencialmente pesimistas en la voluntad del vivir. “Seré yo, será el silencio, no sé, allí donde estoy, hay que seguir, voy a seguir, en el silencio no se sabe” denotan algunas como mera existencia, obligación, sin meta, sin esperanza.

Ruinas y refugio, el fin, no más falsedad. Un ruido que no se mueve. Rostro gris azul claro, cuerpo pequeño, apagado y abierto. Cuatro lados a contracorriente, sin salida. “Debió de llorar cuando niña”, dirían algunas. Solo el grito del nacer lo supera, cerrados los ojos y cambiada, otra vez: boca arriba, en la oscuridad. No siendo ni dueña, decrépita, pero imperturbable y constante. Sin sentimiento ni deseos o competencia para juzgar. “Todos nacemos locos” continuarían diciendo algunos, no existiendo pasión más poderosa que esas palabras -tan innecesarias- manchando el silencio y en la nada de las vueltas quietas; deseos de un teatro reunido en la capital de las ruinas.

Un fin donde la ordinariez y el egoísmo quedan justificados en la gente que se acerca, que se conoce y la que se llega a tener por amistad. Ese vago espejo, mirando algunos a todas partes desesperados, de manos al aire y niños con la nariz blanca aplastada contra el cristal, mirando serios por la ventanilla abierta del coche hacia las persianas bajadas y contando rincones y cuchicheos, otros chancleteando pantuflas a la espera más amortajada con la puerta bien apretada, sentados en el sitio vacío. La sensación de encaje, la sensación de que a medida que se va creciendo uno va siendo más absorbido por sí mismo, hasta perdonando y condenando sus orígenes, creyéndose dos en uno, bordeando los sueños bajo el mismo patrón.

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