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20
Feb

Uno deja que vuelva el tiempo que haga falta

Era de ese tipo de personas que se adelantaban a lo malo. Que sufría. Que sabía lo segundo mejor que le había sucedido en la vida. Andaba muy cerca de cumplir su sueño, y, sin embargo, saturado de trabajos varios, todo le era ese túnel. Como que enamorado, decir atontado era decir poco. Sentía el fuego, frío, de la ausencia. Una incandescencia de olvido y presencias. Un olvido que no era tal. Un dolor que sí era dolor, que lo maniataba y lo hacía pequeño y desordenada en sus ideas. Es más, no dejaba que sus sueños le persiguieran. Que sus trabajos fueran trabajos.  

No obstante, no perdía detalle. Podía llevar varias cosas al mismo tiempo, y en todas esculpía esa figura humana, y otras. Hasta oía un ruido y se asomaba. Veía una puerta que no abría y se acercaba. En un minuto le daba tiempo a observar un siglo y medio, pero siempre con gesto disimulado: creía. Y quieto, raramente quieto, como cuando uno crece y se hace mayor.

Tarde se percató que a sus mejillas le subía un rubor gustoso y dolorido, que la expresión de su rostro podía dar miedo y pena, que su cabello se aturdía, y que sus motivaciones se le escapaban. Que reír reía poco. Pero se percató. Hubo gente que hubiera roto todos los relojes con tal de detener ese estallido que sentía. Temblores y terremotos que sufría para sí. Otra cosa es que lo pudieran escuchar y tocar. Él era alguien que siempre soñó con un hogar medianamente cálido y empedrado, donde cabía una cama, la chimenea y poco más; que crecía y se hacía mayor, a quien nadie de pequeño le cogió la mano, y que no buscó más que una brecha en la rutina. Además, tenía una sordera aguda y eso que su oído era fino. Cada vez que se trataba de algo referido al amor, ya fuera de pareja o de familia (con quienes apenas trataba), los tímpanos se le achicaban y no entendía, flaqueándole todo, porque hasta perdía el equilibrio y el resto de los sentidos.

Al amparo de nuevos aires o los mismos siempre intentaba superarlo, pero nadie más que él lo sabía. Tarde, siempre tarde. Ni los médicos más jóvenes e ingenuos, con ganas de hacer méritos se atrevieron a diagnosticárselo. Por supuesto, los eruditos maestros menos aún. Lo que le recetaban eran pastillas para la alergia. Una simple locura que le restaba el brillo de la mirada, no más, y lo entorpecía. Todo, de manera igualitaria con las épocas, como si ese siglo y medio fuera o fuese una permanente primavera a la que llorar… pero esa es otra historia.

Ese hombre, aquellos tantos días de soledad, no tuvo otra ocurrencia que irse a un túnel, a la espalda de la entrada de un parque. Se le pasaban los años. Y se llevó un trozo de bambú. Cariñosamente lo empezó a regar, por aquello de la cultura ventajista del estar entretenido y hacer algo diferente, por pequeño que fuera. Tal vez fuera esa la influencia de los malos modos y la generalizada agresividad de las redes sociales o tantos fraudes, extorsiones y sospechas varias. Pero sí, regar ese trozo fue la devoción de un hombre común, por distinto. Quien tenía unos ojos tan grandes como las heridas de sus manos, que se hacía sin saber. Ojos para ver, y para rozar las caricias invisibles de las gentes. Observar, lo observaba todo, y lo traducía a su lenguaje. Al tiempo le confesó que lo único que veía eran discusiones. Pero fue al tiempo. Inmerso en su desgobierno. Y, aunque fuera en sus pesadillas, aquel bambú lo regaba, día y noche, buscando ese latido que al menos le hablara en su lenguaje. El caso es que había perdido su destreza. Ya ni las plantas le respondían. Tiempo atrás hasta las esculturas o las pinturas. Una cosa sinigual… Pero un día, en la calma de ese caótico lugar de una sola luz, dos entradas y una honda vulnerabilidad, desde luego que se le torció el gesto y entrecortó la respiración. Supo que había llegado allí donde nadie era capaz. No él, su bambú. Había trepado unos treinta metros para abrirse hueco, como que, desgañitándose hacia el apremio de todo ese hormigón, reventándolo secamente e hilándose. Había perdido lo poco que le ilusionaba: verle crecer. De tanto quererlo ni supo de su germinación y destallo, contrariamente. Mirar y mirar una y otra vez al suelo, para no caerse y llevarle agua, le impidió ver cualquier otra cosa que no fuera el pequeñito alcorque que le hizo a la planta. 

Rabioso se agarró las manos y estaban frías, el tallo endurecido de la propia planta lo repelía. Como que le gritaba. Además, toda esa soledad interrumpida reivindicó a un animal dormido. Quizás un murciélago. Y cayó sin darse cuenta, golpeándose. Parecía un boceto, como que, careciendo de vista, entornados los ojos. Una larga mesa de madera tendría más vida, acción y color. Aun con esas, el color del delirio todavía estaba latiendo. Recordó entonces un gesto recurrente. No era un mechón, quizás un beso raro en los lóbulos de las orejas. Una ausencia aplastada en sus entrañas, que le salía de dentro y de fuera. Barrido por el suelo, aún confundía el verde con el azul, o el azul con el verde. Y sintió llover. Un anhelo reconfortante y laberíntico. Suspirando levemente. Posiblemente una invención, fruto de esa autodefensa por no poder mirar a todos los rincones, nerviosamente. Y su abuela, y su madre, y otras tantas voces cruzadas más lo embobalicado que estuvo aquella vez que sintió el amor de una guapa mujer, la que no le dejaba tocar su pelo y le ponía los ojos ámbar, teniéndolo hechizado con esa solemnidad del no haber mayor causa para llorar que el no poder llorar, cuya frase una vez se tatuó al uso tras ese regalo especial, rezumando adolescencia: mejor que nada mejore.

Con cierto asombro, lejos de imaginarios, uno que pasó y se detuvo, cívicamente, lo primero que hizo fue protegerse, antes de buscar la señal de su teléfono. Aquel hombre tendido murmuraba algo, echando espuma por la boca. Lo cierto es que no se sabe cómo se entendieron y le acercó un cuaderno, para que así se pudiera calmar y marchar del todo: pues se quedó solo. Temiéndose lo peor, con la soga de la felicidad atirantándole, pues le dolía todo, especialmente el cuello y la espalda, malhumorado a veces, e inexpresivo en otras, solo con la media vista, obstinado y en algo entusiasta, pudo redactar: uno deja que vuelva el tiempo que haga falta. Abogando por tantos imposibles, y el bambú a lo suyo, grande, norteño, ni mirando al margen del cuaderno de notas con su sombra llameante de ese mal respirar. Era la danza de la realidad, cuales juicios de valor. Ni siquiera cerrando los ojos adrede, ser millonario le fue más complejo que volver a tener todo aquello que perdió, pero cómo decir lo que no se podía decir. Por suerte, los coches aún no eran autónomos y no sabían de esas fronteras del conocimiento del esquivar a un herido. “Dar gracias por lo bueno, por vivir en el primer mundo, por tener salud” compungió una conductora, concatenando más si cabe la presencia de la ambulancia que se atisbaba, fruto de aquel primer barón rampante que lo socorrió, alguien que superó haber nacido en la cuna equivocada, sabedor que todos los sueños se terminan al despertar.

Fuera del túnel: nadie era más odiado que quien decía la verdad, salvo cuando el decálogo de la lluvia ponía cada gota en su sitio. Una que lo definió una vez con una sola palabra, algo sintió, y sola se le fueron las manos al pelo, cabellos canos por rubios, y lóbulos en los que perderse las memorias, adornados de verdes y azules ennegrecidos, que ya sí, en su crepúsculo vital, se descalzaba nada más llegar a su pisito para ponerse las zapatillas, tirando de aquel guión que tanto desdeñó, y clave de triste final, como todos enamoramientos, ni borrachos perdidos. De una de esas macetas salió aquel curioso tronco. Bambú minino que se encontró en el arrabal de un contenedor de basura, dejado por la hija de aquella primera limpiadora, con quien tanto cuchicheaba la que siempre volvió locos a todos, dueña y señora. Un mal querer que le hizo sentarse en una de tantas sillas, de esas casi transparentes en mitad del vahído por tocarse el pelo, dejando de tocar el piano e intentando olerle, cosa que no hubo manera. La prestancia, el porte y la sobriedad aún la conservaba, perfecta; también con ese lado amenazante que no hija de perra, de alguien que podía hacer cualquier cosa: querer y odiar. A su edad ya no intentaba casarse con nadie, o sostener inquietas convivencias. Solo eso, tocar el piano, meditabunda. Tenía unas manos que prácticamente hablaban: fuego y palabra. Y ojos aviesos de tanto dormir sola, maquillados unos días sí y otros también, con tal de no dar explicaciones, como si todas las noches y sus días le fueran indiferentes, muy lejos de cuando el cine todavía era mudo. Mirando a sus persianas con una tristeza dignísima; de nostalgia, de esa única distracción. Otra forma de sonoridad, yemas sobre yemas, escorada. Todo un guiño haciéndose grande. “Quiere ser la más guapa vista por ti. Quiero que me mimes como a una niña pequeña”, recordó. Y el estigma del “¿Cuántas veces una mujer puede ser violada aun por aquellos que deberían defenderla?”. Igual existían los héroes. Añorar, la banda sonora ideal para la tristeza, un sonido que tocaba el alma: de dos pensamientos en uno mirándose con veneración y esa suerte de incredulidad de la sangre de las promesas. 

Más allá del mutismo imperó la envidia a falta del puro desgarro y el puro erotismo de la expresividad de las gatas negras. Hasta llovió hacia arriba. Lo que no se podía fingir era la felicidad. 

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