Tag: uniforme de guerra

2
Sep

Razón y piel, difícil mezcla

Al salir de palacio, los Reyes y demás invitados al banquete arrojaron sobre los recién casados una lluvia de pétalos de rosa. Algunos de los cuales recorrieron esas calles, recovecos y escaleras por donde esos dos jovencitos iban al colegio dándoles igual todas las conmemoraciones, definiendo su atrevimiento.

Estaría por ver si cuando cumplieran setenta y tres años, hubieran formalizado o no su unión legendaria, aguardarían curiosidades y anécdotas, como ese su drama del día: que a la cría no le subía la cremallera de su chaqueta, ayudándole el jovencito, todo un galán; o que le colocase la chaqueta.

Ese era su vestido. Su cielo gris y húmedo. El gran secreto del día. El velo de seda que les dejaría la cara libre. Su diadema de perlas y diamantes.

La nena, en la mano no llevaba un ramo de orquídeas blancas, ni zapatos de satín blanco de suela gruesa y altos tacones, sujetos al empeine con una tira de plata adornada con perlas. Eran ellos.

Vestían su uniforme de guerra de la Marina británica. Es lo que les había contado su abuelo la tarde de antes, a raíz de una espada por la que le preguntaron. Posiblemente, el que sería su padrino, de finalmente llegar a casarse, con o sin condecoraciones. Alguien de tez blanca y ojos claros, pelo oscuro y ancha sonrisa feliz.

La misma crónica que ellos contarían al resto de sus amigos, o que guardarían para sí, entrañablemente, dispuestos a guardar sitio durante toda la noche, llevándose mantas y cestos de comida, para presenciar otra historia más, por cuando le autorizaran sus madres, mujeres a las que habrían de tratar como “alteza real”, para que ese teniente de justicia, anciano, les siguiera llenando de todos esos actos tan íntimos y propios.

Gentes que necesitaban escuchar aquellas voces. Y así, todos, serían un poco testigos y un poco padrinos. Máxime, cuando el muchacho, dócilmente, compartió su otra ocurrencia, ayudando a su querida princesita con su lluvia de pétalos rosas haciéndolo todo muy fácil. A ella, con la que compartía sus valores y se hacía crecer, aunque no entendiese el juego de las horquillas.

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