¿Cómo se las arreglaría para hacer los trámites de un entierro en un lugar extraño? Ese pensamiento aguijoneó su sensación de culpabilidad. Se oyó roce de sábanas y el ruido que hace una persona al darse la vuelta en la cama. En una noche tan clara que, por lo pequeña que era la ventana del baño, no tuvo que encender la luz.
Tal como disponían las normas de procedimiento fijadas para casos de emergencia, como que se interrumpieron todas las emisiones de radio y televisión. Pero no se decidía a dejarla, y se había quedado de pie, descalzo en el frío suelo del mosaico, escuchando su respiración y mirando el borde de la cama. Estaban acostumbrados a levantarse juntos, y lo echaría de menos.
El aviso se dio sólo diecinueve minutos antes de que el haz de detritos cósmicos inflamados atravesara su sistema solar lamiendo la luna más bonita.
Recordaba los insomnios de su niñez. ¿Y por qué había tanta luz fuera? La luz no quemaba, ni siquiera despedía calor; no arrastraba polvo, no hacía variar la temperatura del aire; parecía sólo luz, pura, fresca, diáfana e inofensiva.
El pánico duró poco.
En el luminoso jardín, se duplicaban las palmeras de abundante y lustrosa fronda, al cobrar sus sombras, de tan oscuras, densas y nítidas, tanto relieve como los mismos árboles. Una parte infinitesimal de ella.
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