El doctor había perdido todo cuanto no fuera dolor o gloria. Todo cuanto entrase en los cánones lo admitía. Llegaba a hacer más de tres mil quinientas operaciones estéticas al año, y así durante un largo periodo, décadas y más décadas, que alguna le seguía faltando.
Si bien, aún tenía algo de esperanza, y tiempo. Era mirar ese retrato y no poder dejar de pensarlo, día tras día, al entrar y salir de su impoluto despacho, donde preparaba de inicio las cirugías encerrado en su haber, unas tras otras.
Tantas operaciones, y el dinero, habían ganado hasta a las vocaciones, las prisas, las envidias y las ansiedades. Él esperaba romper con la tradición. Quería ser el último médico de la familia. El final de los finales.
Y eso que su mujer, la segunda, tercera o cuarta, no paraba de inyectarse cócteles de hormonas para seguir dando a luz a más niños y niñas, a los que vestía de médico al acostarlos, ya fuera con pijamas verdes de quirófano o con batas blancas a modo de camisón, todo valía; cosa que le provocaba urticaria al que se había hecho la vasectomía, él mismo, casi que solito.
Lo sabían la del retrato y él. Un cuadro con el marco roto y numerosos piquetes, de cuando se lo regaló su tatarabuelo a su abuelo y ese a su difunto padre, llegándole a él cuando su hermano mayor pereció con solo diez años y un poco de regaliz en la boca. A ese sí le hubiera gustado ejercer la medicina, alguien que nunca lo hubiera tirado al suelo y pisoteado, porque no era de leyes, ni menos aún artesano o ingeniero.
Firme en sus convicciones, esperaba, por más que esa y las anteriores mujeres insistieran, que la maldición se terminase. Un reniego, abominación y condenación que él sufrió desde la más corta edad, con el juramento de su madre y abuela, empeñadas en vestirlo de tal guisa, y hasta de ponerle unas vendas, tijeras e hilo de coser como si ya empezase a remendar sin miramientos desde la más tierna edad.
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