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¿Qué soy yo para ti?

Lo dejó sin palabras cuando le preguntó ¿qué soy yo para ti? La gente eran los otros, pensó él. Y quizás debería tener miedo al miedo, pero ni eso. Tampoco es que el objetivo es que estuvieran tan ocupados en el trabajo como para que así no se preocupasen por sí mismos; eso hubiera sido malvado, por elegante, y temible.

Aquella mujer insólita, áspera hasta que supo de su forma de demostrar cariño y empezaron a existir, no perdió rasgo distintivo alguno. Tal y como le soltó la frasecita –¿qué soy yo para ti? continuó imaginándolo en ese pañuelo, enfundado o desenfundado, inolvidable y complejo. Y por más que ese alimentó la imaginación no supo de mejor astucia que callar toda esa percepción. Su masculinidad no pasaba por pintarse las uñas ni por mentir. Eran gente normal.

Pero ella provocó el surgimiento. Insinuó algo, o lo dejó caer todo, enmascarada tras ese nimio y apabullante pañuelo bajo el arte de no hacer nada y de vivir de nada. Costaba creer cómo unas palabras tan suaves golpearon tan rudamente a su chico. El ¿qué soy yo para ti?, pasó a ser algo indescriptible; aislamiento y aridez, tenerse sin estar, marcialidad: también un teatro de la sensación donde la belleza no era nada, donde la belleza no permanecía.

Ni tiempo habían tenido como para ponerse a ver las veinte mejores películas de todos los tiempos. Lo dejó como a un caballero sin espada, cautivo del deseo. ¿Quién era ella?, la extraña del pañuelo. Esa mujer marcada que resignificaba los símbolos. Al desnudo, bien que le hacía, porque una misma almohada les valía. Pero sí, eran más que el tiempo; una misma tibieza: juntos, riendo, despeinados. Un tiempo que no se movía, ni parpadeaba. El sonido abstracto de los pensamientos les podía. Los objetos habían dejado de tener significado.

Y ella con su mirada retadora, un tanto petulante, con ese lenguaje conciso, ágil y sencillo del pañuelo y las confidencias de la pasión del alma. Los pájaros se asombraron de que no volase, pudiendo; un niño la apuntó con un dedo, todavía porque ignoraba; nacieron extrañas plantas a su alrededor, laberínticas. Ella y él fueron la Viena de entreguerras con un parpadeo lento. Una guerra que les borró todas las palabras con mayúsculas aquel día de cólera en el que amueblamiento de los ochocientos mil besos detuvo todas las balas.

Un poquito más mayor se sintió ese, y joven ella: magnífica derrota coral, sangrienta deriva. Lo tenían todo, más la guerra sacó lo mejor y lo peor. Había despedidas que eran necesarias: obedecieron a la voz que salió de la radio, queriéndose poner ella delante de los golpes, tanques o lo que fuera, no obstante, ello no fue óbice para que ése, deslavazado y a trompicones desordenara más las cosas, escuchando no muy de lejos el ruido de la puerta y hasta los pasos en el pasillo, mascullando la esperanza y la verdad con las vísceras ya inflamadas.

El hijo, que nunca había matado a nadie antes, con la boca manchada de chocolate, cumplió escrupulosamente las instrucciones.

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
Tags: boca manchada de chocolatevíscera

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