Desde tiempos inmemoriales se ha soñado y se ha visto en otros esa vida que se ha perdido. Es la comunicación más fehaciente de ese regusto amargo de quienes nos bañamos en la culpa del superviviente, tanto como la idea del rostro como espejo del alma. Ahora bien, la capacidad de poder tallar otras particularidades ya no es tan común. La gente que va pasando, y todo cuanto se va dejando, es una de las mayores realidades. Todo es una mezcla de colores y pigmentos que hay que saber llevarlos, y casi siempre, como el color carne, lo va pidiendo la propia obra por la necesidad de compartir, siendo la línea básica del desarrollo… Cuales gigantes de piedra y agua, hay quienes pretenden darle una explicación a los sucesos, otros, sólo sentir esos espectáculos deliberadamente, asumiendo el riesgo voluntario de precipitarse a esa brecha interna por la desbandada de escribir cartas a su invidente más avezado; ése que refuerce su seguridad. Posiblemente, porque cuando no hay nada que demostrar, ¿cómo volver a la acción?,… ¿se cuentan los secretos?, ¿se omiten?, ¿se miente?… Y si el cuento no cambia mucho y el oficio es artesanal, ¿qué facetas se pueden transformar si el hecho diferencial siempre es el mismo?… La pasión de darle algo más a lo contemporáneo, lo acentuado de la búsqueda de otros calores, y lo empático de los tormentos, no deja de ser un niño grande con un juguete, diferenciándose para hacerse visible. Es el fundamentalismo de todos los días, esos pitidos que no cesan y nos sacrifican; esa voz que nos dice lo que es entretenido o no; lo que se ha de hacer; lo que nos destruye; lo peyorativo de las percepciones; los discursos abiertos…
Lo primitivo de todas las texturas, y las numerosas conmemoraciones que se hacen a quienes se van de verdad, es una exposición personal más fuerte que las cadenas de cualquier religión, gustándose de la arrogancia, la hipocresía, el odio, y no saber dar y recibir los mejores cuidados. Todo viene de cuando los quijotes falsos ya no están empedernidamente enmascarados, y la inconclusa búsqueda de la verdad. Unos buscan retos, algunos potencian figuras, y otros tantos se dan al color carne. Hoy por hoy, tanto como ayer mañana y siempre, los mares se oyen cuando se quieren escuchar; lo mismo que el dinero, uno de los entretenimientos más populares e inexplicables, siendo la ruta de la pasión para muchos, y representando muchos elementos, como esas vestiduras extrañamente rasgadas, figura clave de las historias más sencillas.
En ese juego callejero, plenamente aceptado, la “humildad” es la palabra más importante, además de “crecer”; es la mentira mejor guardada de todas las bancas. Siguiendo ese fotograma, la apuesta mínima de todo lo aceptable es la cordialidad. Ese insigne aperitivo tiene hora de comienzo y de caducidad, por eso una persona tiene derecho a estar lanzando las monedas al aire tantas veces como quiera, algo tan simple como atractivo y extremadamente peligroso, consecuencia de no tener a nadie que le represente dignamente en la vida, creciendo más allá de los baños de sol, la torpeza de los prejuicios y los cultos. Son creaciones que no se pierden del todo, siempre están de fondo, al igual que los sonidos broncos de los tambores de guerra y los clarines destemplados cuando los pactos sellados cambian sus tratados. Esas luchas de los personajes secundarios son coetáneas, es la historia de las gentes que viven y sus logias, de esas que vuelven a ser noticia, convirtiendo todo en suspiros y muchos mañanas… De esos umbrales de reposo, molestia, dolor y crítica, la mente y el cuerpo se van escapando fruto de la compulsión del comportamiento y todos los detalles, errores incluidos, además de deseos. De un modo menos invasivo, los horizontes, por difíciles de ver, inundan con sus candelas de acceso libre a los soñadores, bajo el pretexto más elocuente, estafador, sencillo, costoso y corrupto, constituyendo un delito embriagador: “que no te dé miedo luchar por lo que deseas”.
El cuento de la bella mujer con ganas de ser empresaria, impregnada en olor a pan de pueblo, y que por unos meses trabajó de prostituta, no cambió mucho tras dejar de ejercer, en los que quiso zafarse de su pasado a toda costa; y en cuanto al disciplinado funcionario menos aún, que persistiendo en su intento por gestionar un empresa propia, tanto como ella, no era capaz ni de darse al reposo más deseado, uniéndose o sabiéndose relajar estando solo, porque algo superior le hacía sombrearse a distancia, a destiempo, a contraluz… Por tanto, el uno seguía soñando: “Esa noche su bolso era más grande de lo habitual, no era el que solía llevar cuando iba a trabajar, o cuando la veía haciendo la compra. Adentro portaba una muda, y se había cambiado de ropa, la misma que se pondría a la mañana siguiente, cuando fuera a ejercer. Sacó su cepillo de dientes, unas zapatillas para quedarse más cómoda, y se acercó a mí, abrazándose a mi cuerpo… Entonces noté algo distinto. Esa noche no tuvimos sexo como las demás veces, yo sentí la necesidad de haberme suicidado, pero ya era demasiado tarde; tuvo que decirlo… y no lo dudé, me deshice de ella, de su cuerpo, y de los pocos gestos y huellas que aún permanecían en mi mente y mi piel, tras tanto mimo y su posterior ingratitud, queriéndolo todo y sin dar nada más que unos roces, un mísero beso y una tradicional petición de amor vacía…” Y la otra, con esos ojos extraños y la inutilidad del dinero de quien sirvió como puta, se merecía hacer cabriolas y seguir dándose porrazos por pertenecer a ese modelo de seres que bajo los preceptos de la disciplina, el tiempo y la paciencia sucumben porque se equivocan, como casi todos, al querer unirse desde el respeto y no atreverse a vivir experiencias, dado que ya sufrieron la pertenencia a alguien. Ese desprecio, habiendo limpiado a conciencia sus vidas, lo único que conmemora son extraños contrastes y todas esas señales que se han ido dejando tras de sí, como el pañuelo que tanto hizo de venda para el soñador, y esas miradas cruzadas a todas las nubes de ambos, y por supuesto, la carta que ella dejó sobre una raíz de un jardincito repleto de plantas muy variadas y céntricas en la capital del reino.
De dos bandoleros de los días, sin imposturas consigo mismo y con el disimulo ante los demás, se van tejiendo unos capítulos tras otros, dándose a la alternancia y asimilando cada cual sus cargas de trabajo, sus corsés, y las fiestas paganas en las que se involucran. Buscan su salvación y temen establecer nuevas relaciones de dependencia, pero necesitan esa libertad de estar a la sombra de alguien, tanto como aceptarse del todo y ser felices por sí mismos. Ella es como una yegua joven, morena y hermosa como la que más; y él, un tontorrón que reposa siendo mirado igualmente. Ninguno juega al amor de los simios, ni hace teatro con las sensaciones, todo es absolutamente real, como la vida de los pobres y de los ricos, estando condenados a tener que seguir trabajando y dilucidando en vida antes que ir al inframundo… Lo que se ve en ellos es la vida de tantos otros, sin embrujos. Saben lo que quieren, no cómo dar con ello, porque sus emplazamientos así como sus necesidades, por más cercanos y reales que puedan parecer, no son fáciles de sustentar. A estas alturas, ninguno vende lo que no tiene, por más que quieran tener las dos mitades de un todo. Sus enemigos también son su mejor capital. La línea sinuosa de los mutuos desacuerdos constata lo insustancial de sus días sin ese otro yo, o sin fundamentar del todo sus ideas de negocio llevándolas a la práctica. Es menester, que entre ellos haya un diálogo abierto buscando su redención, aunque se les vuelva una maldición. Ellos son el cisma en sus familias, que ni encuentran la paz fuera ni son los grandes olvidados. Importan y mucho, pero no dan más que contratiempos, haciéndolo además en posición diferente al resto, y con un ojo puesto en algo que les supera y embriaga por igual, porque les es innegociable volcarse exclusivamente a fortalecerse sin más, sufriendo de ensimismamiento.
Ellos, unos y otros, inundan las calles de la ciudad, los campos y los cielos. Otra muestra más del respiro y de los compromisos de todos, virtudes aparte.
Viven la actualidad, la padecen y la asienten. Sus palabras no detienen a sus enemigos cuando blanden sus espadas, lo más que pueden hacer es unirse a su pequeña babel de emociones y soportes vitales, luchando tal y como lo sienten, confrontando datos a la espera de no desperdiciar más virtudes, hallando esas señales que han ido estrechando. No obstante, superar esa mendicidad viene a ser como esclavizarse en las historias de todos nosotros, porque todo lo que se comparte, aunque sea en distancias cortas, es problemático.
Hay algo extraño en esas purezas, algo inédito, que tanto hombres sin mujeres como mujeres sin hombres, pronuncian de cuando en cuando en sus diarios noctámbulos, exacerbando las lujurias, la sensualidad o las crisis, y abriendo más abismos, donde el mayor hallazgo son las fisuras del ojo público y los apuntes de las cabezas hacia el infinito. Ese embellecimiento, burlón, alegre y de una sensibilidad exquisita, subyuga la realidad adentrándote en las tinieblas de las intimidades de esos que podrían ser cualesquiera, pareciendo indefensos ante tanto compromiso incierto, enjuiciando sus pretextos y sus acontecimientos a la orilla de sus laberintos, donde todo pudiera ser un destino por robar, seres responsables, los ansiados éxitos y un puñado de turbulentas resistencias críticas; en esencia, es el liderazgo equívoco lo que ciega todo, más allá de las capacidades, imprimiendo su sello, sus propósitos, su claridad, su impacto… su desdén y su desconcierto.
El viento y el mar se cuelan en los lugares más privados, persuadiendo con sus trucos al derecho a la intimidad y a la propia imagen, en una intromisión ilegítima, fotografiando subrepticiamente todos los silencios. Hablar de la ciencia sin hablar de la economía no sería de hombres, por ello, hay quienes se dan a otros derechos y callan, adoptando esa otra forma de irse o de quedarse, según se mire. En cualquier caso, “pretender no dar problemas” también es emprender nuevas etapas, buenas o malas, en las que la economicidad de la vida nos obliga a aceptarlas y rechazarlas guste o no. Y eso que por extraño que parezca, hay espacios a los que uno no puede llegar, por más necesaria que sea la propia naturaleza del incentivo.