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Y que la prisa no fuera pecado

En esa casa se podía tener un bebé en cada cuarto, y eso que los hombres como él llamaban a la palabra, más, en el fluir del tiempo y, como si fuera un ejercicio de futilidad, se acababan encontrando. No había telas de araña. A una caricia de distancia, ese farmacéutico sin licencia tocaba y tocaba. Era un orden del lenguaje totalmente desconocido. Hacían lo que sabían hacer, dejando todo lo demás en algo sencillo y feo.

En los días en los que el aire pasaba de largo, y en los restantes también.

Ella sentía la estrechez y el peso de su cuerpo con tenacidad, paciencia y desvelo salvo cuando la risa mataba al miedo y sin miedo no podía haber fe, porque se querían el cura y su prima. La catequista siempre necesitó un lugar donde perderse, donde imaginar, donde jugar, ser y estar. Las feas también podían pasar droga y disfrutar. No todo era ser menos y darse a la sacristía, acarrear cubos de pis caliente, o pasar el cestillo.

Cambiar de residencia cada tres años les mantenía impetuosos. Y que la prisa no fuera pecado, también ayudaba. Además, en cada diócesis siempre había un órgano que tocar, engañar y codiciar: un hotel de esos, de economía de guerra, con todos los genes humanos.

Y cuando la tierra se acababa y los turbulentos albores, la rama aún verde de la infancia les protegía. Dar clase de Teología Aplicada a los nuevos seminaristas sí que era un ascensor al cielo. Los había con orgullo, estúpidos, creídos, evangelistas, salidos, cultos e incultos. Les trataban como a ídolos, sobre todo los que eran víctima del uso inadecuado de los medios virtuales, esos que jamás habían tocado o visto de cerca a una mujer desnuda. Una de las torturas más terribles jamás concebidas, que ese cura y alquimista sabía manejar: “siempre hay tiempo para querer, para buscar y para olvidar todo lo que se pudo ser”. Un tío con instinto animal que al igual que la monja, era bueno en la vergüenza y en la culpa, pero que no quería ir al infierno, y donde un día bueno le era un día que no era malo, reinando los tiempos, que no los reyes ni los dioses.

Sí, el cielo estaba en la tierra.

 

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
Tags: catequistacuraDiócesissacristíaTeología Aplicada

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