Ryan tenía mucha proyección. Pudo haber ascendido antes si lo hubiera querido con todas sus fuerzas, no obstante, ahora tenía su momento, se sentía capaz de vender cualquier idea.
Pocos sabían lo de su miedo, un vecino con el que los viernes por la noche se tomaba unas cervezas, y la que le hacía de psicoanalista, que no era tal, sino un músico en paro con una capacidad inaudita para escuchar a los demás cuando ellos no querían que nadie les oyese.
Mirta tocaba el acordeón, no le pegaba con su cuerpo tostado; lo de fisgonear en otros sí que le iba, sabía disimularlo. Siempre que tocaba sesión, se ponía su faldita escocesa. No sabría decir qué le ponía más, si los cuadros de sus piernas o esa postura que adquiría cuando echaba los brazos hacia atrás.
A él lo tenía loquito, se lo supo ganar y hacer de ello una fortaleza, no una debilidad más. Los miércoles comían juntos, quedaban en la cafetería de una facultad cercana, la que impartía derecho y ciencias sociales. El menú les gustaba, y el bullicio les permitía hablar de todo sin sentirse incómodos.
Se cruzaban con gente de todas las edades y condiciones. Jugaban a adivinar las profesiones, y no siempre acertaban; la moda de las segundas carreras, unida a la dejadez y falta de motivación les hacía un flaco favor.
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