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El secreto del pescador

La sabía preocupada, pendiente de que un día el cartero le entregara una carta suya. Era un hombre que no aparentaba enfrascarse en la lectura de ningún periódico, y de aspecto sombrío que no quería preocupar a ninguna de sus dos mujeres.

El tipo hacía pocos ademanes para que lo reconocieran, pero lo hacían.

Una vez llegó a viajar en barco hasta Marsella, y desde allí, primero en tren y luego en coche se dirigió a París. Ese fue todo su mundo, y la piedad se su equipaje de mano.

En tiempos llegó a ser socio de una fábrica de confección. Y jamás se dejó ver por algún que otro cabaret.

Su barca, solo su barca, y su barca, era lo que le mantenía ocupado. El médico debió de acercársele una vez y al levantarle la mano lo ruborizó. La caña, incluso esa vez, siguió echada y él mirando el trasfondo, como si nada, como si todo, como si nadie.

Parecía un hombre simple, sencillo, de pocos recovecos, de esos de irse a pescar hasta las sombras de la noche, represaliado y en nada absorbente, de los que sentían paz por haber conocido a su abuela.

Otra que en los cielos estaría recolocando las piezas de su identidad, porque no terminaba de cuadrarle a nadie la última noticia, no cabiendo más palabras entre los lugareños, que intentaban no perder la calma y averiguarlo en menos de cuatro días.  

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
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