La sabía preocupada, pendiente de que un día el cartero le entregara una carta suya. Era un hombre que no aparentaba enfrascarse en la lectura de ningún periódico, y de aspecto sombrío que no quería preocupar a ninguna de sus dos mujeres.

El tipo hacía pocos ademanes para que lo reconocieran, pero lo hacían.

Una vez llegó a viajar en barco hasta Marsella, y desde allí, primero en tren y luego en coche se dirigió a París. Ese fue todo su mundo, y la piedad se su equipaje de mano.

En tiempos llegó a ser socio de una fábrica de confección. Y jamás se dejó ver por algún que otro cabaret.

Su barca, solo su barca, y su barca, era lo que le mantenía ocupado. El médico debió de acercársele una vez y al levantarle la mano lo ruborizó. La caña, incluso esa vez, siguió echada y él mirando el trasfondo, como si nada, como si todo, como si nadie.

Parecía un hombre simple, sencillo, de pocos recovecos, de esos de irse a pescar hasta las sombras de la noche, represaliado y en nada absorbente, de los que sentían paz por haber conocido a su abuela.

Otra que en los cielos estaría recolocando las piezas de su identidad, porque no terminaba de cuadrarle a nadie la última noticia, no cabiendo más palabras entre los lugareños, que intentaban no perder la calma y averiguarlo en menos de cuatro días.  

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