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La monja enana

Desde que cumplió los quince años se dedicó a cuidar a niños. Empezó siendo un manojo de nervios, escuálida y casi que deforme hasta que atravesó el umbral de la madurez, dependiendo únicamente de la fuerza de sus brazos. 

Pasadas unas décadas de aquello seguía regalando los mismos muñecos de peluche y la cesta de mimbre blanco donde meterlos en ciertas fechas. Sus trabajadores aún no habían heredado esa sutilidad para con el negocio, pero no estaban precarizados. La habían llamado de muchas maneras, pero ninguna como su hábito y estatura. Tampoco es que osasen a pavonearse de la misma.

La única gente con la que hablaba era un tipo desgarbado. De cabello negro, piel blanca y ojos oscuros. Ese le hacía de enlace. Otro miserable que sabía rodearse de ese grupo de chicas que llevaban faldas más cortas, y que tomaban las perchas situadas encima de los radiadores de cada clase, impertinentes y empalagosas, además de guapas, oliendo el deseo calenturiento y sudoroso de los adolescentes, emponzoñados en su hedor e intentando manosear pechos que no acababan de madurar.  

Setecientos billetes en ciertas zonas era mucho. Sus servicios no solo daban para cuidar a niños, sino que también servían para regir discotecas o adquirir tierras en zonas rurales, montar centros cívicos de pago e improvisar ardientes señoritas para lo más vulgar. Manejaba todas las destrezas esa retorcida mujercita, hasta la digitalización.

Muy a pesar de ello, cada noche que se acostaba se hacía un ovillo sobre el frío hormigón del suelo que le hacía de cama y reflexionaba, y eso que residía en un adosado de tres habitaciones con jardín delantero y trasero.

Por todas las abruptas esquinas se rumoreaba de ella. También que el viejo se balanceaba en una mecedora de madera que chirriaba lentamente adelante y atrás sobre los tablones de pino desgastados y hundidos del porche delantero de esa casa, justo enfrente. Posiblemente al que culparían de las grabaciones, y quien podría dar pistas sobre aquel niño y el óxido naranja y brillante que cubría el guardabarros de la bicicleta, volcada y desolada.

No todo era una cuestión racial, ni hacer números o quedar a tomar el té con la reina.

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
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