Ella sería capaz de peinar el viento, no obstante, le faltaba calma. Necesitaba, se necesitaba. “Mejor hablar con Dios que con los santos”, le expresó su madre desde bien pequeña. Y a duras penas lo intentaba, a sabiendas de que se llevaban mejor los genios que las condiciones.
Si bien, a veces el paraíso consistía en apoyar la cabeza en el hombro correcto. Cosa que sabía, por eso mismo necesitaba. No podía seguir siendo una mujer por cárcel. Pensamiento y memoria se le juntaban. Con ello su pena aumentaba, sobresaliéndole los ojos vivos y maliciosos por todos los abismos, espiando constantemente todas las superficies.
Un no parar que tenía cura, si la aceptaba. Primero ella, la que nació cuando el mar estaba muerto, reducido y bañado por el alumbramiento de la soledad. Una noche de conversaciones y entretejidos con sonidos de retazos huecos. Por eso mismo lo redujo todo a una oscura mesa en la hora del sueño, sumergiéndose en sus pensamientos, no pudiendo encontrar en los mismos un solo recuerdo por el que se hubiera sentido más alejada de todo que esa noche, arduamente necesitada, mansa y torpe.
¿Qué culpa tenía ella de que los hubiesen enterrado vivos, gritando, como si fuesen sordos?, ¿y por qué beber para coger el sueño? Así de largas le eran algunas noches, sobresaliéndosele los ojos, vivos y maliciosos.
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