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Salpicaduras ocres, agua que muere

Pirineo sur, eso debería estar pensando. Pero no. Ni Formigal, ni Panticosa ni otras contribuciones que de alguna manera me saquen de esa idea loca que de raíz me retrotrae al escenario principal.

Es algo loco, original, ambicioso… algo que podría ser referencia para siempre. Es esa música que se mezcla con el silencio, y basta que te ayude para encontrar tu sitio como para que te sirva como la mejor riqueza. 

Nadie llama a nadie. Nadie insulta a nadie. Es pura realidad. Uno y su multiculturalidad. Agua y aceite, preludio, seña de identidad, razón y sueño. Son agujas de papel, mariposas heladas y directamente la vida invisible… ese fraude de la música inaudible… hasta que uno se vaya quedando sordo.

Pero no, casi que uno debe refugiarse en ese Pirineo sur hasta que se amortigüe la voz dulce de esa nana nunca tarareada, algo que suena pero que es una falsa ilusión… esperando que ese crecimiento tortuga que todos tenemos nos pueda y venza, redondeándote el círculo y teniendo otros soles. Es tiempo, esa herramienta de acero remoto, el ser adulto, indestructible, colonial, y la pareja de hecho y sobre todo el ausente. Algo que provoca arcadas y que da rabia. 

Meryl Streep y Robert Redfort, allá por el año 1985, en uno de esos momentos íntimos de narices, se cubrían el uno al otro en la película en la que trabajaban, allá por el sur de todos los Pirineos, en sus Memorias de África. Eran las más curiosas. Ella sonreía y se dejaba. Él la tocaba como un gran líder, sirviéndole, y como que alejando los horizontes, formando parte. Sencillamente le lavaba el cabello, más bien se lo enjuagaba (con sumo respeto y cariño). Sentía el mérito. Estaban solos, chico-chica, hombre-mujer, y si hubieran más se estarían haciendo los tullidos para no enmarañar esas actitudes. Todo obraba sentido. Y el acicate musical era la realidad. No les faltaba evolución. Eran normales, no sólo honestidad, dignidad e intensas levedades. No muy lejos, corruptos, pobreza, gente casi muerta de hambre, fieras, y quienes esperaban las llegadas. 

No obstante, ellos alquilaron todos los miedos y se despoblaron de ese miedo físico al abandono de los pobladores, sin voz, mojándose. No todo lo hacían a lo establecido, hubo lágrimas negras, y fueron eso, gente con frío a la candela enamorados de la vida. Se lo podían permitir. Eran turistas perpetuos. 

Ahora, ese siempre estar contigo de la luz del día no es la luna perdida ni la mítica frase de los actores que se echaban mucho de menos: “agua muere en Mombassa“. Es aducir el desconocimiento. Dentro del sur y fuera del sur. Alto y bajo. ¿Qué extraño lavar una cabeza ajena?, ¿no?… esa pedanía tan pequeña, con todo pillado, enredado. Más un buen soldado cumple las órdenes, pero ¿de qué podían hablar en verdad un cazador con una acaudalada dama en tierras de agricultores y ganaderos?, ¿habría selva mayor?

Todo está lleno de casualidades, juraría que sí… Va a ser cierto que en aquel cuartel de la victoria todos fueron camaradas, y dejaron las memorias en lo menos complejo, respetuosamente, con el nunca después del “agua muere en Mombassa“, crónicas de la guerra, conmutándose las penas con el exilio del -cuando vuelvan las lluvias-, ¿otra casualidad? 

África, pequeña casa de historias grandes. África, ¿a qué huele?, ¿trama o argumento? ¡África cuéntame de la riqueza excesiva del hombre más rico y la mujer que se lo ahorró todo limpiándose!… que llegará la sequía y temblarán los soñadores compulsivos. La vida es, en tiempos de guerra o de anormalidad, como una suave lluvia que no parece peligrosa. 

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa

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