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Ser escritor, para no pudrirse igual que el resto

La atmósfera actual no es en absoluto irreal. El mundo no deja de ser un balcón con vistas y por mucho que escondamos la inacción o las imprudencias en las edades del viento que nos corre, cada noche, de día, o por más valor y calma admirable que se pretenda, el conteo es el que es, habiendo contagios hasta en la playa más fea del mundo. Un mundo que se ha convertido en una cárcel superpoblada hasta para las personas que les planchan las camisas a los ricos y minuciosos millonarios.

No obstante, tal y como dijo Walt Disney: “Pregúntate si lo que estás haciendo hoy te llevará a donde quieras estar mañana”. Y uno lo hace, hasta pide un deseo y cree que se cumple. El engaño también forma parte de la vida. Porque la magia es eso, la proeza de los insignificantes que por una vez se envalentonan cuales asesinos honorables para no terminar pudriéndose igual que el resto.

¿Cómo? Basta con cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar. Un azar que no busca comprender ni coincidir exactamente. Entonces, sí que se siente una sola saliva y todas a la vez. Y los círculos de tiza del suelo, o los bancos en medio de un camino, sirven para mucho más que la poesía moderna trasnochada del arrebato y el dejarse llevar.

Como escritor, pedir un deseo supone un antes y un después, al igual que la pandemia del coronavirus, que según parece también maneja su propio azar. Soñar, desear, no deja de ser una enfermedad que busca atraparte y hacerte suya, contagiándote. Ahora bien, cada cual puede sentir la sensación de ingravidez, de pertenencia, o de placidez y alegría, que también de estupidez o de estar mal a su manera. Porque el escritor y el lector toman sus propias decisiones. Lo de arrodillarse o venderse viene después, cuando se abarata la vida, pero escribir y leer es como presentarse en una juguetería y tener a todo un colegio mirándote por fuera de los escaparates, arremolinados, también la más pura e insolidaria soledad; y a su vez, tener que estar obligado a tener disciplina, trabajo y atención, salvaguardando la inmediatez. La misma prisa que a uno le recorre cuando no sabe si deshacerlo todo y recomenzar, que no deja de ser una impostura para el que escribe y para el que lee. Luego, vendrán los restantes deseos, que nada se desdeña, pues la lectura nos abre las puertas del mundo que nos atrevemos a imaginar.

También están los que dicen y seguirán diciendo que las cosas eran como habían sido siempre. Con o sin lámparas templadas, que se encienden y apagan a rachas, obedeciendo a su necesidad.

Sin embargo, mientras uno se pregunta si lo que está haciendo hoy le llevará a donde esté mañana, en honor a Balzac, bien es sabido que un libro hermoso es una victoria ganada en todos los campos de batalla del pensamiento humano. Y se intenta.

Libros “hermosos” para no pudrirse igual que el resto

www.pebeltor.com

Pedro Belmonte Tortosa

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