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Violencia desbocada

Cada vez que pintaba se alejaba de ese asombro que le precipitaba. Signos, garabatos, líneas, colores o lo que fuera que ejecutaba sin vacilación como si inventara un idioma nuevo. Ya fuera de pie, en la cama, desayunando (su única comida) o mientras la lavaban. Esa sensación de plenitud daba calma al resto de la casa, y vecindario.

Chillar, chillaba mucho. Los vecinos, queridos o no, le regalaban lápices de colores a la familia, pinceles, rotuladores, cuadernos y lienzos. Verla sin ellos era bochornoso. Le gustaba ir siempre cargada de bolsas con esos enseres, dentro y fuera del hogar. De no tenerlos expulsaba una bochornosa espuma por su boca, sonrosada de más, que irradiaba lo peor. Daba escalofríos tenerla cerca. A cualquier niño su repentina fragilidad le podía, y a casi todos los mayores, de no ser expertos.

Mirar al horizonte no es que le aportase nada, simplemente lo hacía estuviera donde estuviera, hasta pintarrajeando en el pupitre de su casa, que era suya.

Tan graciosa, tan normal y tan imprevisible a la vez era su hermana. Para ella la vida siempre había sido otra cosa. El único y verdadero contacto con el exterior para la violenta artista. La incondicional hospitalidad de esa doctora era la desesperación de otras tantas personas, ahora bien, la madre lo dejó muy claro en su testamento.

Y no había tratamiento o alternativa. Debía pintar, pintar y pintar. Si se le intentaba dar la cena, la vomitaba. Y para cuando recuperaba la suficiente serenidad por sí sola (que no se dejaba tocar ni querer), nada de intentar apaciguarla hablándole. Su hermana también debía pintarrajear como ella. Era la única y cierta manera de comunicarse. El último novio que tuvo la doctora, al menos le dejó unas líneas de hospitalidad justo antes de abandonar esa casa con el sigilo de un ladrón, estando las dos bordeando colores y direcciones sin norte en plena madrugada sobre un lienzo amarillo pálido en sus inicios.

Los últimos seis meses habían sido una constante. Si bien, ya quedaba menos para que a esa casa y despacho regresara el senador, a punto de jubilarse. Un tipo rodeado de un súbito paréntesis de silencio desde la muerte de su esposa. Y todo un extraño para la hija pequeña, la más dócil y obediente de las dos, porque la doctora se la tenía jurada a su padre; todavía quedaba cicuta, polonio y arsénico de cuando madre, retrato que siempre les salía a las hermanitas, pintarrajeando a las tantas.

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
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