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El vecino de enfrente

La miraba y no podía dejar de mirarla. La veía de día y de noche. Enfadado y contento. La miraba hasta en el fondo de sus ojos. Tanto, como que no había color, sino colores.

No sabía cómo había acabado así, entregado a una idea, a una persona, a una concepción de vida. En todas sus horas la tenía presente, quisiera o no. Era su secreto, que no su obsesión.

Cocinaba con ella, dormía con ella, trabajaba con ella, hacía deporte con ella, se duchaba con ella. Todo era ella, y nada era ella.

Su mundo había cambiado.

Sin embargo, para cuando la policía fue a registrar su vivienda apenas encontraron rastro alguno. Lo material y lo imperecedero habían conformado un aura de pensamientos en su mente hasta el punto de no tener nada de la misma. Nada, de no tener nada. Los investigadores esclarecieron bien poco en el registro. Hechos que los psiquiatras forenses confirmaron al detalle. Porque aparentemente no hubo relación alguna.

Años más tarde, no obstante, ese hombre de sombrero y maletín, callado y educado, cometió un error. Nunca antes había acudido a una exposición en tal ciudad. Si bien, la ciudad evanescente le atrapó. Y esos ojos. Ojos que conocía sobradamente, ojos que casi que tuvo en sus manos otrora época.

Y de nuevo su mundo cambió.

La edad, las costumbres, los vicios no le confundieron ni abandonaron. Tampoco un investigador, que heredó el caso de su antecesor. Uno por joven y otro por viejo, recorrieron todas y cada una de las ciudades en donde se expusieron tales ojos. Colores vivos y no tanto. Y ni uno ni otro falló. Solo el amor parecía inquieto.

Que tal persona discurriera su vida de forma monótona y sencilla, sin grandes preocupaciones, permitía que el mal triunfase cuando los hombres buenos no hacían nada. Pero todo hombre llevaba un distintivo, algún símbolo de lealtad. Y al ir haciéndose viejo y no tener mucho de lo que asustarse, un día cometió un error dejándose el sombrero en el banco donde la miraba largas horas. Un sombrero invadido del clima de duda y de silencio.  

Fue entonces cuando giró por completo la investigación.

Se percataron que todas las cosas buenas tenían que ser reducidas a cenizas para cobrar el seguro. Todas, menos esos ojos. Ojos de ella, cansada de tratar de llenar sus espacios vacíos con cosas que no necesitaba y personas que no le gustaban, prefiriendo las crudas distancias que las tibias cercanías, y las ausencias que brindasen paz a las presencias que se la quitaban.   

Resultó ser que fue ella la que sin que nadie lo supiese la que dibujaba y escarbaba en su vida hiriendo con tales imágenes y otras muchas moldeando con dolor, a la vida y al arte. Ni él lo llegó a saber, alguien a quien un día se le paró el reloj y desmontó su sol salvo por esos ratos mirándola cual luna en los museos allá donde la exponían: sus ojos. Ella, en cambio, de cuyos fríos arroyos nadie pudo beber más que en sueños, vistió de ese talento toda su arte, viviendo sola muchos años, y oculta, sacando su don infantil pintando a centenares haciendo como que era incapaz de existir, con esa elegancia del viejo mundo, teniendo otro tiempo otras vivir que vivir.  

Un mundo visible que amar o rechazar, acumulando con celo los errores del hombre. Vecinos, hasta que dejaron de serlo.

Pero los cochecitos de niño siguieron rodando; aquel hombre de la camisa a cuadros del metro jamás retrocedió ni cuando ella intentó quitárselo de encima con la brocha verde. Algo que el inspector ni susurró a los vecinos de izquierda o derecha, habiéndose ido las nanas a su tumba. Un niño, algo para recordar, que viviría solo muchos años. Otro, que a futuro, a pocos metros de la vida trataría de corregir su revés. Mejor amigo de los mejores amigos, y todo; pero nadie, tal que ni la colilla de un cenicero, por más que se refugiase en la música seguido de los momentos de irritación y las disculpas, y sus rosas de enamorado. Casarse fue el acto más premeditado que hizo. No obstante, los largos silencios de su mujer no incluían siquiera una hipócrita demostración de cariño. Otra, fruto de los días rotos y de hombres fatales. De las que se ponían el anillo, de las que trataban de la vida doméstica y hasta de la vida política. Pero de las personas que no decían, que hacían, no cerrando la puerta de golpe. Incendiaria, también.

Así eran muchas personas, no haciendo falta estrellas en el cielo.

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
Tags: amor inquietoespacios vacíos

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