–Las calles tan solas como ahora -se atrevió a decirle una vez delante de todos, con él poniendo cara de disimulo, y de la que no se escapó-. ¡Papá! Y lo que sea de cada quién. Yo prefiero vivir o morir y que cada suspiro sea como un sorbo de vida del que uno se deshace. ¡Papá!, si lo sigue siendo. Usted. Por algo mi madre me curtió bien el pellejo para que se me pusiera correoso.
No se pudo aguantar las ganas la hija.
“No faltará cualquier vieja joven que venga a cuidarlo” pensaron los guardias, que no dijeron nada, moviéndose espacio, quienes año tras año, todos, temblaban con el aniversario y el paso de aquella topeteada de salitre que rechinó e hizo vibrar las ventanas. Ni las muchas madrugadas de guardia o primaveras locas podían ir apagando esos recuerdos. La mujer e hija seguía rezongando en las horas llenas de espantos. Eso asustaba más que la dama. Era otro incordio la hijita del director. Todos lo sabían, incluso Mary la ordenanza.
-Si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas por la calle -le informó la propia Mary McCarthy a su señor Griffin-. Vino a prender la lumbre de su padre; y no tardó en oscurecer. Sentí náuseas. De su boca borboteó un ruido de burbujas.
Allí, donde el aire cambia de color las cosas, la engatusó el bibliotecario:
–Ruega a Dios por nosotros, Mary McCarthy. Y procura ser buena -le comentó, evitando añadirle “así tu purgatorio será menos largo”.
-Soy algo que no le estorba a nadie, pero me dio miedo su hija. Le robó el espacio al director. Se le metió en el despacho como un pájaro burlón, señor Griffin. La puerta grande rechinó mucho al abrirse.
–Mary McCarthy. Era y es su padre. No nos metamos de por medio -advirtió. Y soltó la risa el galés, además de un gemido de cansancio. -De aquí para allá y de allá para más allá -dictaminó-. Descansemos, que se rasquen otros los morros. Veo que tenéis chismes para unos buenos ratos.
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