Elena acababa de volver a su alcoba, donde ya dormía Nicola, su nuevo marido. Al tiempo, el valeroso Simón, que también la había visto en cueros se subió a la torre y encendió una antorcha.
Era la señal. Entrarían. Con barcos y sin barcos. Casandra, la hija agorera era la única que presentía un desastre inminente.
Elena a lo suyo, abriéndose sigilosamente a los centinelas, que otrora época la hubieran dormido y degollado. Pero tocaban tambores y flautas, y había vino y licores importantes en la cantina. Al fin y al cabo, era una jornada en la que celebraban la victoria, y pensaban que ya tendrían tiempo de reconstruir la parte derribada.
Fue un choque terrible. Dolieron los brazos fatigados, y hasta los más viejos desfallecieron. Las espadas contendieron con las lanzas, y las flechas llovieron en todas direcciones. Solo que algunas flechas fueron distintas, de quemazón, que hicieron que varios cuerpos se retorcieran por sus adentros, más terrenales, con los rasgos distorsionados por el veneno y el dolor de la venganza. Casandra, que jamás se volvió loca, ni con la aurora del décimo día prendiendo fuego a la pira; Casandra y su voraz ponzoña, arrojó los pies de su hermana Elena a los afligidos vencidos: su cena.
Elena, que siempre la consideró una niña, y quien quiso ayudarla, por dentro y fuera de las murallas. Ahora bien, las honras siempre fueron las honras. Eso sí, cada muerto merecía al menos un rastro de su nombre en el viento. Y Simón la despidió. Otro que caería con los pies por delante.
Nadie entendió cómo Nicola pudo haberse clavado la espada una vez muerto.
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