Él, domador de caballos; ella, de las de llorar con lágrimas. Quien corrió a esconderse. Pero su antiguo esposo consiguió alcanzarla.
Cuando ya no quedó nadie a quien matar, los caballos dieron gracias a los dioses por seguir vivos, eso sí, les costó salir hacia la llanura no dejando de pisar cadáveres. Una llanura iluminada por el incendio que se extendía a su albedrío.
Henchidos de alegría, y mientras el fuego profetizaba la nueva realidad, aparecieron gentes de todo tipo, y enormes animales, lentos y aprisa. El humo no tuvo remilgos algunos. Desolación, ruina; se presentía un desastre inminente.
Y sin embargo ella, la agorera, desventurada, con los cabellos revueltos y los ojos llorosos, percibiendo el olor del incendio, apretó y apretó más hasta que pudo con el cansancio y la embriaguez, volviendo a la tierna realidad, dejando aparte la irritable pesadilla.
Ya tendrían tiempo de reconstruir la parte derribada. Tocaba seguir abrazándose y vencer a la expresión de gran pesar que por tanto tiempo les ató las manos a la espalda, consciente de que jugaba su papel como si continuaran enfrentados a unos enemigos invisibles. Girándose él para evitarle el aliento, agitando convulsamente brazos y piernas, sosteniéndole ella, cansada y sucia de sudor, polvo y sangre, antes de retirarse a descansar al aire libre o donde la fuesen a enterrar, juntos o separados.
Su hijo al cuidado de su tía, y ya iba para tres años… otro que con feroz impulso presentía la victoria del descanso, así como su abuelo, quien enmudecería junto a los cadáveres rechinándole los dientes como un león herido, padre y abuelo, quien jamás la enseñó a beber.
Después de malgastar su tiempo en quehaceres despreciables se volvieron a encontrar. Nunca les gustaron las armas, pareciéndoles vulgares. Su trabajo…
Si no millones, muchos miles de habitaciones cerradas había como esas. Vivían con ese rencor, más bien dolor. Se llegaron…
Quedaría el olor del tiempo pasándoles la vida como un raro espejismo. Negro porque estaba desnuda, porque lo hacía como…
Venía de ser un testigo mudo. Muerte, resurrección y muerte. Sin tabaco, que era de una generación sin humo. Parte…
Para el hombre sin rostro no era un detalle menor. Tratar de entender la conducta de ese ser humano le…
En mala ilusión cabía la paz, y eso que no pretendía volver a ser lo que era. Enfermo del cuerpo…