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Olores feos, zapatos desparejados

Había gente para todo, aunque no se pudiera contentar a todo el mundo todo el rato. De esas personas inusualmente calladas, o a quienes les atormentaba la luz, hasta la más cariñosa del mundo. Por eso mismo le debía las mejores y quizás las peores horas de su vida y eso era un vínculo que no podía romperse.

En puridad, jamás llegaría a tener rango de sargento. Y en esa incongruencia fue donde el forense determinó que los olores feos tenían su encanto, no por los zapatos desparejados. Porque apenas dos o tres monosílabos pudieron sacarle, faltándoles muchos. Al fin y al cabo, la vida transcurría en los márgenes, amén del tabaco, la lana sucia y el sudor rancio, o que odiara a los niños.

La gente en los coches y caravanas de alrededor comía cosas jugosas. Nadie había previsto eso, pero sucedió. Cervezas, hojaldres, golosinas y papeles tipo kleenex se advirtieron, por entre la sorpresa e incluso el goce, llegados a lo alto de la loma o incluso el ancho valle. Los pájaros, cómo no, se comieron todas las migajas, también sentados en fila, insignes e indistintos, conservando cierta neutralidad.

El vestido de gasa con hombreras y el diminuto broche fue recogido prontamente de la escena, no así el abrigo viejo y raído, para quien alguien debió alzar la voz. Un tipo que a su muerte sabría lo que era el matrimonio, seguramente.

No obstante, el silencio fue la esperanza más devastadora. Devenía la verdad, así como el cielo estrellado y las poleas y los volquetes de la mina cercana, dejándose arrastrar el aire por las olas de sauce blanco, soslayando mejores tiempos con fruición. La cabina de teléfono, de las pocas que aún perduraban y daban servicio, comunicando, ya sin asombro, que sí las primeras veces; y siendo una voz próxima.

Junto a toda esa economía, ritmo, imágenes y lucidez: el cadáver. De uno que tuvo una vida intensa y agitada, de alguien que vivió con su familia en distintos lugares, y que tuvo infancia y juventud, también que dictó obligaciones de padre.

La historia es lo que contaba, ni que jugásemos todos con las mismas cartas. Pero ella seguía tratando de recordar quién era. A veces entrecortada, otras fluida y tranquila, las menos torciéndosele la peluca y llegando a decir groserías. Más allá de eso: otra madre difícil, a futuro. Otra Lucía.  

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
Tags: alzar la vozcadáverneutralidadodiar a los niños

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