junio 2020

25
Jun

Ropa tendida y algo más

Con qué poco, alguien puede poner en movimiento una implacable maquinaria de destinos y fortunas, tan compleja y bien engarzada como la de los astros de la bóveda celeste y, ubicarte en ese lugar donde los que son alguien se convierten en nadie, y donde los que no son nadie se convierten en alguien, que también es necesario, según los días y la ropa tendida. 

18
Jun

Dos camas para nadie

Difícilmente se podía ser más egoísta. Ella nunca le mintió a lo que le preguntó, y siempre le cuidó. Pero sí, salieron negros. Negros como el carbón. Los pequeños Antoine y Susan apenas anduvieron por el mundo unas horas, justo las que necesitó su padre para malograr sus vidas.

Lo peor no fue eso. Los servicios de mediación familiar apenas consiguieron algunas noches en un motel del pueblo y, ni la supuesta ayuda vecinal convenció a su esposa. Ella siguió compartiendo techo, día tras día, y hasta sus oraciones. No se perdió ni la mismísima antenoche del funeral en la que dieron la bendita sepultura a sus criaturas. Así las llamó siempre su padre: criaturas.

No obstante, Elianne, esa madre dolorida no solo por las entrañas, se dispuso a sacarse la leche de sus mamas cada cuatro horas, cinco, seis o las que fueran. Y siempre pensando en esos que llevó en su vientre durante los casi nueve meses, sentada en la butaca frente al cuarto de mayores que tan bien construyeron. Eran niños deseados, programados como casi todo en la vida. A su edad, o se hacía así o no se hacía. Con cuarenta y tres años largos y ningún parto previo si el conducto por el que circularía el niño durante el alumbramiento no estaba creado de antemano habría que andarse con mucho ojo, que no todo en ginecología y obstetricia pasaba por rezar a San Rafael y gestar sacando por el vientre y la placenta.

Ojo que les faltó. Y que ni en la ultimísima radiografía cuatridimensional pudo alguien observar color de piel alguno. Aparentemente cultos, ningún profesional del extensísimo equipo médico que les trató cayó a lo largo de los dos años previos y ese embarazo, en la cuenta de explicarles esa posibilidad de sus ancestros. Blanca como la leche, ella; y, pelirrojo como una zanahoria, él, la cuadratura del círculo se produjo tan notablemente que cuando en el paritorio le entregaron al esposo al primer recién nacido -que gritaba como si tuviera dos cojones- lo dejó escurrir soberanamente, para de inmediato echar mano de la otra llorona criatura y hacer lo propio. Y todo ante los ojos de Dios y de su querida esposa, esa que no era una feligresa más sino la bendita y bella mujer del predicador Thomas.

No contento con ello, arrancó por dos veces los equipos de reanimación a esas criaturas entumecidas, exacerbado e implorando a no se sabe a qué Dios o deminio, haciendo del paritorio toda una Sicilia en pleno julio. Y ella rasgada, cosida por la pelvis, el útero, el cuello uterino y la vagina y sin poder sentir su propio dolor fruto de la epidural, borbotoneándole la sangre a mansalva a pesar de los inumerables esfuerzos de la cirujana que no terminaba de cerrar del todo esa vorágine que los forceps y la indómita experiencia humana habían conseguido.

El jefe de policía, su hermano, otro artista del insulto, siempre supo que lo mejor era dejarlo suelto, que Elianne ya se encargaría. En los archivos constaban cincuenta y dos posibles asesinatos achacables a ella. Todos de criaturas de menos de un año de vida, en circunstancias parecidas y con la probable presencia de ella, blanco de todas las acusaciones de puertas afuera, llenando el cielo de almas. 

11
Jun

La soledad final

Uno quiere que le toque la lotería, que le den masajes, comer bien. Estar sano. Practicar deporte asiduamente. Salir a pasear, viajar, tener su campito. Que no haya malos rollos en los trabajos, y que sean eso, trabajos que no disgustos. Y evitar el tener que pedir favores, que siempre cuesta.

Con todo, hay quienes se dan a correr maratones, los que se suscriben a revistas, y quienes tienen más valor que cerebro. Sí, más o menos, lo que nos pasa a todos por la cabeza viene a ser lo mismo. Incluso se podría decir que sobran filósofos, psicólogos y abogados (admitirlo ya no es un castigo público y social, con esto del coronavirus). Puestos a sobrar, sobramos todos, dado que la naturaleza tiene su propio orden.

Pero hay otra cosa interesante que a todos nos sucede. Y es que, en algún momento, en algún lugar, a veces se siente un cariño especial por un hijo y no por otro, o por otro miembro de la familia. Así de especial puede ser la vida. Y, que, si las personas fuéramos como los perros, por ridículo que parezca, llega un día en el que la perra ya no conoce a sus cachorros y, ni sufre por ellos. Son duros consentimientos que no reproches. Empujones del querer. Posiblemente más propios de finales que de inicios si se toman a mal.

Por ello es importantísimo saber de la soledad final. Soledades que se producen cuando los compañeros se nos jubilan, o cuando los seres queridos se nos van de este mundo, por ejemplo. Esa otra aceptación de la realidad a uno le recuerda que un día alguien le subió a una bicicleta que le parecía enorme, de esas de carreras cuando no había otras, y que le enseñó a dar esas primeras pedaladas. Bicicleta, de la que nunca más supo y, que se guardaba en la memoria, como aquellos empujoncitos para ir soltándose y quitarse el miedo con alguien al lado para sostenerte y guiarte dejándote ir. Todo, en una calle que de poder ir a recorrerla de nuevo apenas los ojos la reconocerían y, que, sin embargo, su olor imperecedero tendría.

Con virus y sin ellos, al final somos eso: recuerdos, acciones, palabras. Con la voz más o menos templada y con y sin exabruptos, pero eso: seres que tartamudean sus experiencias cuando uno menos se lo espera o cuando la vida te pone en tu sitio. Pues la soledad del día apenas nos permite quedarnos en el recuerdo, en lo que se hizo o dejó de hacer y en lo que se dijo o dejó de decir. Una mirada, un empujoncito, aquel abrazo de hombres, el beso como mujer… y otras tantas suertes.

Ciertamente, la sensatez siempre fue el mayor signo de radicalidad en cualquier tiempo. Y luego decimos de la esclavitud, o de las faltas de juicio. De ahí las suertes, esos momentos que parece que no lo son y que la vida los clava en el cajón de los recuerdos.

4
Jun

Vivir en una pecera

Las gotas volvieron a caer sobre las piedras. Ni cafés con leche o café irlandés. Las arrugas de la vida se les marcaron. El pelo les siguió creciendo. Les dolió quererse así: con palabras y sin ellas.

El picor de la infusión más la dulce canela acrecentó la envidia al alcance de la mano como hombre que era. La misma tentadora intensidad.

Ella siguió soñando, poniéndose guapa para él cada mañana, lo viera o no. El otro tenía otro ruido definiendo los momentos, en lo pequeño, en lo inmenso.

No carecía de encanto un mundo tan terrible.

Necesitó dotarse de sus rutinas. Que se le desordenasen los días le reportó una sensación muy rara. El no saber cuándo volver a verse, ni para qué, verse de veras, le generaba hartazgo. Los pareceres y sentimientos más íntimos quedaron en un calvario silenciado.

En todo ese hilo de continuidad, él empezó a robarle todo poco a poco. Primero una tortuga, de las pequeñitas, como si nada; después, ropa, enseres personales y todo tipo de hallazgos, estando ella lo más atractiva posible, queriéndole y hasta susurrándole al oído cada vez que lo llamaba, evitando la destrucción y el olvido. Resultó imposible condensar más amor en esa convicción y hurtos. Le quitó hasta a los clásicos en busca de consejos para vivir mejor. Cicerón, Séneca, Epicteto y otros dilemas cambiaron de hogar soslayando contradicciones. El rigor oportuno de la policía no consideró esa idolatría, ese pareció honesto, trabajando duro y llamando a las cosas por su nombre.

Ahora bien, un día, tras esos largos etcéteras, ella, sin miedo ni motivo optó por volver a esa casa donde el mismo la sedujo. Y cotejó hondamente cómo ese había convertido la casa en un mundo mágico. Libros, sábanas, mantelerías, la moto, el coche, la flor adormecida del baño, ¡hasta los trapos de la cocina!; y cómo no, a la tortuga le dio más vida pues supuso que a su dama le gustaba la vida marina acompañándola no solo de peces y más peces, sino que también de flora acuática. Cierto es que consiguió ese marcado color azul que tanto le había desvelado la dama en sus affaires de cuarentena.

La ración de dolor fue muy superior a la ración de placer, más volvió a meterse en la cama con el hombre inapropiado. ¡Puto jengibre!

 

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