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22
Sep

Algunos Libros Buenos -La Galicia Mexicana-

Algunos Libros Buenos (reseña)

 

21
Sep

Lo frío de la almohada

La primera vez que se besaron la vio y se vio por el reflejo, creyendo aún que estaba en un cuento. Un fulgor del que jamás se había separado. Y aunque ese centelleo desde hacía un tiempo brillaba de otro modo, seguía sintiendo los destellos espontáneos, inconscientes, impensados e involuntarios del propio deseo que eran y fueron.

En nada reflexivo ese continuó con su vida, sin maquinar ningún otro cobijo para su alma y corazón que ella. Tampoco sin reverberar de más, que había que vivir y saber hacer de los trabajos y los días. Siendo el mismo, ciertamente, sin beber de más ni echarle agua al vino. A veces, un tanto meditabundo.

Lo mejor era no pensarlo mucho: seguir andando, tomar cafés si había que tomarlos, enamorarse, ver la lluvia y demás.

Todas las miradas las seguía sintiendo, eso sí. Pero galantear, flirtear, prendarse o encariñarse nada de nada. Había lamentado cosas, pero no se arrepentía de ningún día de los que estuvo con ella. Si bien, los que sobrevivían al amor nunca eran los mismos. Al final de la mirada se les podían notar todos los putos días de esa realidad suficiente en la que se habían anclado. Vivir, se podía; más, aún no.

Amar era un acto. Olvidarse de vivir, lo opuesto. Se sentía fatigado, sin alevosía alguna. Ese que reivindicaba lo sencillo, lo pausado y el saber frente al utilitarismo. Saber tenerse, saber quererse. Sin imposturas ni gratuidades. Donde cada cosa era como tenía que ser, incluso cuando acababa mal.

Así había terminado lo suyo, con un reflejo mortecino. Nada fruto de una reflexión del buen vivir, haciéndose pensar o haciéndose dejar de pensar. Sobre todo, los días de los atardeceres amplios, y de muchos sonidos por descubrir. Silencios que eran parte de ella.

Cuando nadie los veía, posiblemente los reflejos sí que decían lo que pensaban y se iban solos. Porque cuando las cosas tenían solución se solucionaban solas. En un lugar, al otro mundo, atraídos cuales habitantes inciertos, con su verdadero dolor y lo indecible, solo los dos sabían la falta que se hacían. No sabiendo si iban o venían de algún sitio donde nunca estuvieron. La vida, más que la muerte, era lo que no tenía límites. Resultaba muy raro sentir que añoraban algo que ni siquiera estaban seguros de conocer. Pero les salía muy bien, uniéndose las sombras y sus reflejos, cortejándose sin desatinos, porque no había una segunda oportunidad para la primera impresión, siendo una vez en la vida cada vez que se atrapaban.

Otros intentaban pasar la vida aprendiendo a sentir menos, tontos en sus mosaicos rastreros justificando lo injustificable, no enterándose que la mujer y la vida era eso: instantes que atrapabas o perdías para siempre.  

14
Sep

Carmín chino

En la diversidad de los atardeceres y del alba, en la tristeza de las despedidas del silencio, todas fueron a una. Macarena era de las pocas mujeres jóvenes y de la familia, una u otra, que quedaban por la zona. Nadie en su sano juicio añoraba ser parte del rompecabezas que se escondía tras esa piel de la emigración y sus envidias.

Peor aún, cuando se mezclaba la savia vieja con los licores del alcohol y las partidas de dominó, o cuando el mundo giraba sin detenerse dando abrigo a los políticos que les agasajaban como tontos, apostándose como seres queridos y repentinos capaces de vencer a lo desconocido con tal de ganarse unos votos o lo mejor: financiación para sus campañas electorales.

Era tal el alud de deseos que todas y cada una de las madres trazaron esa sensibilidad del tener que forjarse otra vida fuera de Avión, atesorando eso del tener que mirarse con los ojos cerrados, porque también las culpabilizaban los viejos. Madres y abuelas que sacrificaron sus vidas por cuidar a otros, cuestión que no las convirtió en admirables sino en víctimas.

Mujeres rendidas a diario contra el universo cercano, porque las desheredaban. De esas que no les decían que “los amaban, y a todo que sí”. Mujeres sin medidas perfectas, y sin tacones de vértigo. Pueblerinas a todos los efectos, de las de esperar el autobús de su barrio o el tener que comprarse los bolsos en las tiendas de saldo, tanto como el carmín chino.

La pobreza que no se veía

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8
Sep

Newsletter de Septiembre de 2023

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7
Sep

Pasear juntos de la mano

A la gente le llamaba la atención. Lo menos dos horas y media cada día, bien temprano, a primera hora de la mañana. Siempre, siempre. Y colaboraba para que la playa estuviera limpia. Veintitrés años, todos y cada uno de ellos en ese andar solitario entre la gente, por la playa. Un instante eterno, gozando de una vida quieta y pacífica por entre las cenizas de la eternidad, paseando juntos. A veces, con un enjambre de opiniones.

Habían evolucionado, y les entretenía. Fuertes en el oficio y quebradizos en la intimidad. A él no le importaba comentarlo, así como el rugido de las caracolas. Jamás se avergonzó de pasear juntos de la mano. Lo hizo siempre desinteresadamente, y había de todo.

Un día bueno, bueno: ganaba veinte euros y un desayuno en condiciones (ya con la armadura de la luz). Que era cuando dejaban de pasear juntos de la mano y salía de la playa y soltaba el detector de metales para irse a estar con su mujer. Sí, su mujer, con quien los ríos profundos también corrían silenciosos; y la luna era el mejor testigo. Igualmente, con días de todo. Días de todos los tamaños, formas y colores, sintiendo algo que no siempre estaba previsto.   

31
Ago

El mar, la mar

Se preguntaba si estaba flotando o hundiéndose. Mar adentro ni él mismo sabía cómo sentirse. Quizás lo mejor era alejarse sin decir nada y buscar nuevas razones. Eso hacía. Hacían. Cada cual a su modo y manera. No se encontraba la iluminación escapando de la oscuridad.

Era real, no perfecto. Lo mismito que ese silencio del mar, que lo decía todo. Y la marca que iba dejando la barca al moverse; esa ausencia, y todo ese polvo de estrellas que se iba conformando. Estrellas que no renegaban de su oficio, que simplemente estaban, se las viera o no.

El mar, la mar se iba llevando ese tiempo sobrante. El mar, la mar, y el ruido estrepitoso de la vida, que se cernían y examinaban con pausa y compañía. Pues aún solo con la corriente, había alguien, nadie, y no era el bajo sol o los otros contornos que le rodeaban. Menos aún el tiempo detenido. La certeza de haber alcanzado una suerte de triunfo tampoco.

Pestañear, mirar el reloj, resoplar o rebuscar apresuradamente no se hacía pasado un rato. Y la magnitud de la mar le impedía llevarse las manos a la boca. Una conducta y nitidez que reconocía los gestos naturales y los impostados sin que le pesase la psicología de las horas. El propio movimiento de las olas lo hacía todo palpable y medianamente pacífico, hubiera o no obstáculos insalvables. El remo y los ojos como que asentían; y en la huella de los cielos nacían flores que se desvanecían entre unas brumas y otras, de colores más o menos intensos, con el aire, a tientas, siéndole una conciencia grata. Unos aires que pasaban de largo sin más, mientras que otros restañaban por instantes cuales dedos y recolocaban la barca por sus bordes deshidratados encontrando consuelo igualmente.

El mar, la mar, demasiados sitios y ningunos. Aguas absortas y funcionales que no podían volver atrás y cambiar principio alguno, aguas que siempre intentaban comenzar desde donde estaban y cambiar el final, finales, fruncidas a ese empeño especial en seguir siempre adelante peinando la mar y cuantos botes hubiera. Testigos de pausas breves y de encrespamientos, y a la par contrariadas y condescendientes, a las que ni siquiera le asaltaba la vergüenza de tener resaca o de enfermar un lunes. Aguas con hermana mayor, océanos, de madre, padre, primos y tías. No como el agua de grifo, la de los ruidos de la calle, relojes de pulsera y bombillas incandescentes.

Quietud y movimiento, donde volverse fuerte sin perder la ternura. Así como en la tierra y el correr de los caballos salvajes; o el subir a una cima sin mayor pretensión que llegar y bajarse; tanto como pasear cogidos de la mano porque sí, sin miedo a trabarse o a no explicarse bien, sin hacer ruido, sin contar nada, sin demostrar nada. 

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