En esa casa se podía tener un bebé en cada cuarto, y eso que los hombres como él llamaban a la palabra, más, en el fluir del tiempo y, como si fuera un ejercicio de futilidad, se acababan encontrando. No había telas de araña. A una caricia de distancia, ese farmacéutico sin licencia tocaba y tocaba. Era un orden del lenguaje totalmente desconocido. Hacían lo que sabían hacer, dejando todo lo demás en algo sencillo y feo.
En los días en los que el aire pasaba de largo, y en los restantes también.
Ella sentía la estrechez y el peso de su cuerpo con tenacidad, paciencia y desvelo salvo cuando la risa mataba al miedo y sin miedo no podía haber fe, porque se querían el cura y su prima. La catequista siempre necesitó un lugar donde perderse, donde imaginar, donde jugar, ser y estar. Las feas también podían pasar droga y disfrutar. No todo era ser menos y darse a la sacristía, acarrear cubos de pis caliente, o pasar el cestillo.
Cambiar de residencia cada tres años les mantenía impetuosos. Y que la prisa no fuera pecado, también ayudaba. Además, en cada diócesis siempre había un órgano que tocar, engañar y codiciar: un hotel de esos, de economía de guerra, con todos los genes humanos.
Y cuando la tierra se acababa y los turbulentos albores, la rama aún verde de la infancia les protegía. Dar clase de Teología Aplicada a los nuevos seminaristas sí que era un ascensor al cielo. Los había con orgullo, estúpidos, creídos, evangelistas, salidos, cultos e incultos. Les trataban como a ídolos, sobre todo los que eran víctima del uso inadecuado de los medios virtuales, esos que jamás habían tocado o visto de cerca a una mujer desnuda. Una de las torturas más terribles jamás concebidas, que ese cura y alquimista sabía manejar: “siempre hay tiempo para querer, para buscar y para olvidar todo lo que se pudo ser”. Un tío con instinto animal que al igual que la monja, era bueno en la vergüenza y en la culpa, pero que no quería ir al infierno, y donde un día bueno le era un día que no era malo, reinando los tiempos, que no los reyes ni los dioses.
Sí, el cielo estaba en la tierra.