julio 2022

28
Jul

No eran viejos que olían a alcanfor

Apenas la blanca aurora había dado lugar a que el ardor de los calientes rayos dejase pasar, bienaventurados pusieron en marcha su gentil treta.

Unos estaban de concierto veraniego, otros de paseo o hablando de todo aquello que quisieran. Ellos, en el aire y en la tierra, en lo ancho y en lo alto. Obraban su milagro.

Faltaban muchos meses para que los predicadores y otros tantos colocasen en lugares cercanos regalos. Se hicieron pasar por ellos en lugar de irse a la piscina u otros gustosos sucesos.

Ellas, hasta se adornaron con sortijas de azabache.

Primero hubo un concurso de ideas, después, durante tres días, pruebas y más pruebas. Los elegidos representaban tanto el poder como la rebelión, privilegiados por haber llegado a esa su tercera edad, algunos camino de la cuarta. Todos, diplomáticos de primera línea y rostro del peaje emocional de lo que no tuvieron de niños, haciendo uso legítimo de ese derecho fundamental.

Con todo y con eso, casa por casa se encontraron con lo mismo: ¡putos niños esperándoles! Ninguno estaba jugando a videojuegos, leyendo, cantando, haciendo deporte, la compra o recogiendo la habitación. Todos esperándoles, obsesionados con ganarse algo a toda costa. Su regalo, por pequeño que fuera: les hacía ilusión.

Los habían pirateado. Una de esas aplicaciones con las que la gente, de madrugada, día o noche, se decían sapos, flores y quedaban o tramaban algo. Por jóvenes, los carcas de los viejos no se percataron de la inclusión, y eso que hubo juramento de palabra para no desvelar la famosa treta. Esos ancianos querían ser poco menos que protagonistas indirectos, tanto así como el anónimo famoso que iba dejando pinturas a modo de grafitis, muy cotizados.

Por suerte, en tiempo récord se justificaron: “Se trata de cosas tocantes a esa historia y no a otra”. Dicho así, ningún peque se hubiera enterado; pero como estaban compinchados con los padres, ellos se los explicaron: “Están leyendo a Don Quijote, nada más, se lo toman demasiado en serio, son las prácticas de la Universidad de Mayores; necesitan unas vacaciones”.

Y todos se fueron bebiendo el vaso de leche (algunos, agua con hielo). Peques, jóvenes, papás, mamás y los más adultos. No quedaron de más las galletas de chocolate, las pasas, ciruelas, dátiles, pistachos, orejones, higos secos, más galletas (ya con canela), y otras de jengibre, buenos helados (de todos los sabores, pero especialmente de turrón), y prometedoras recetas, que los papás también hicieron sus cursitos de cocina. Las mamás, queriendo que todos caminasen más de lo justo, y sin ni poder colgarse la medalla para no sentir tan extraordinarios martirios.

21
Jul

230 millones

Se trataba de descansar, de relajar el gesto. Esa y no otra era la única baza, y que surgiera de nuevo algo. De por sí a Marco le entraban náuseas. Algo le podía, si bien, había demasiado en juego como para echarse atrás. Dinero y lo que no era dinero.

Quien se entretuviese consigo mismo, con la pareja y con la bicicleta ganaría el bote. 230 millones, que deducidos los impuestos vendrían a ser 200 millones limpios de polvo y paja.

Hasta la fecha ningún imbécil lo había conseguido, rugiendo de dolor y derrumbándose de forma casi violenta al suelo pasados unos días.

Marco ya sentía un dolor punzante en la cabeza, y el suelo del garaje estaba bastante duro. Ella casi que lo estrangula con sus propias manos, que también lo pasaba espantosamente mal, apenas sonándole el móvil, aturdida como que mirando la nada, temblándole todo el cuerpo a punto de soltarle: “No puedo más, esto es suficiente”.

Dos policías uniformados los vigilaban, dos que lo habían visto todo. Dos que ya no atisbaban besos. Y eso que les habían llevado el premio como motivación, teniéndolo muy a mano. Y hasta un abogado de los de verdad para la firma. Y una ambulancia por si acaso.

Llevaban diecisiete años de intentos baldíos. Al primer vómito o graznido roto pasarían el bote a la edición dieciocho. Demasiado no era suficiente. Y la bicicleta parada, quieta. Solo ellos, sin planes, sin obligaciones.

14
Jul

La casa de al lado

La felicidad fugaz solo fue un baile. Se dejó llevar por eso del presumir de ir a sitios exóticos, lejanos. Y al final la medida del dinero la daba la necesidad que cada cual se creaba, amén de las básicas: salud, educación, comer, tener un techo y algo que ponerse.

Evité decirle que yo una vez estuve en uno de esos sitios, a priori lejanos, y casi que rocambolescos. Donde hasta la música sonaba mucho más bonita; música de todas. Incluida la de toda esa pobreza que no siempre queremos ver. Y a la vuelta me sentí vacío, por lleno. Y sí, recuerdo verla por la ventana, cada día. Una, pareciendo cientos… No desperdicié el tiempo viéndola, y hasta me vi a su lado, ayudándola en su propia espiral descendente, amaneciendo y trabajando. Y jamás tuve otro modo de localizarla que soñándola, hasta con la felicidad fugaz de un solo baile.

Yo no hice daño a mi hija, inspector. Eso es absurdo. No hay nada que pueda hacer respecto a la psiquiatra, eso sí. Quiso sonar jocosa. Su marido estaba de acuerdo. Nunca antes había tenido que llamar a la policía. Después de todo, vivían en la casa de al lado.  

7
Jul

Los negocios de siempre vivían un momento boyante

Como si hasta ahora lo hubiera mirado todo desde una perspectiva equivocada optó por tratar más con las personas. Las personas adecuadas. Se fue a un monasterio que no lo era del todo, él y su sombrero de ala negra y casi que por poco se levantó el cuello del abrigo.

Ella parecía delgada y frágil, aún no se había encarado tal día con nadie, siempre creyéndolo capaz de cometer cualquier estupidez.

Ese era el mismo lugar en el que en ocasiones se reunieron, tiempo atrás. Él y la ejecutiva publicitaria de altos vuelos. Si bien, no quiso que le arrebatase sus momentos, ni su lugar. O lo intentó. El del sombrero se aseguró de que ella entrara en el cielo a pesar de todo, cortándola en pedacitos.

El negocio vivía un momento boyante, y siempre hubo compañerismo. Por lo menos, una cosa buena sacó de todo ese sinsentido. No así del lugar, que se lo encontró en obras y no había Dios que descansase con tanto ruido, ni atravesando el recibidos a toda prisa y meterse en la celda con su camita y lo que iba quedando de una vela.

Eso sí, al ir a mear los albañiles siempre le ofrecían si gustaba de sus tentempiés, y de paso le decían que les echase una mano si se aburría o simplemente que les fuera mudando las cosas de sitio (algo a lo que accedió con tal de no estar pensando en sí mismo, y por no oírlos blasfemar cagándose en Dios y en su puta madre al verlo de la celda al comedor o al baño, y del baño o el comedor a la celda). Discrepancias lógicas, por otra parte. Y la moralidad problema, pero eso era otra cosa que no tocaba, hubiera o no economías de guerra.

Después sucedería lo del envenenamiento, y la anatomía del choque se igualaría claro está. 

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