La fortuna de la Base Naval de Rota acogía la inconmensurable belleza y un dolor certero y desasosegante. Una gran urbe, la de Rota, que en tiempos fue poco menos que una aldea con personas de expresión infantil y preocupada, de los que arrastraban con dificultad sus pocas pertenencias e hinchados pies, no gentes sumidas en el profundo sueño de lo militar y el contorno del dinero.
Eran lo que pensaban tumbados en la cama los domingos por la noche.
Toda la comarca, gruesa y lozana ya en tiempos modernos, seguía formando parte de ese premio de las guerras, excelsas y taciturnas, que no siempre caían bien, por eso mejor venderlo así, como algo necesario, rentable, triste. Una felicidad accidental, para no acrecentar más las envidias poderosas. Asociando lo militar con un cuchitril de tres al cuarto y esos mundos de Dios, tal que el mar donde habitaban les fuera una vasta y pobre ciénaga obligada, negando la evidencia.
Hasta los pocos perros que había en los cobertizos militaban, perros de pocos amigos jugando a las reglas. Acurrucados luego, pareciendo dormir, entre la vigilia y el sueño y una suerte de lamentos. Estos sí que decían su verdad, con alaridos o sin ellos; del resto de animales ninguno.
Las mujeres, al cabo, también habían evolucionado. Ya había de ojos azules, y verdes. Sollozaban y acariciaban el pelo, la cara, las manos. Y tenían dinero, que gastaban. Ellas y ellos, invencibles. Por miedo. El terror a algo que no comprendían y contra lo que no podían luchar les obligaba a jugárselo todo. Toda Rota jugaba. Apostaba. Toda Rota era rica y pobre. Tahúr, mentirosa, peligrosa y desconocida. Lo tenían todo, y no tenían nada. Hasta los que decían “que habían sido militares, y que estuvieron en la guerra”.
Ciudadanos negros en un mundo de blancos, siendo el dinero verde.
El sexo de las embarazadas es una obra de justeza para lo que podría ser. Se mata, se hiere, se folla, se vive, se come. Es mar y tierra seca. América y España. Un lugar donde mimetizarse. Con médicos, farmacia y un hospital. E iglesias y lejanías para con los lugares de procedencia, ironías del destino por aviones, barcos y fragatas que hubiera entre todos esos amaneceres y telegramas. Instrucciones y sucesos. Un pueblo, donde nunca sucedería nada, por eso causa gran conmoción la novela, con sus sombreros, zapatos y hospicios. Relevistas también, muchos.
No había nada más universal que una familia española, de Rota, donde lo más importante es que la persona fuese debajo del sombrero. Y que como a Rusia, a Rota no había que entenderla, sino aceptarla.
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PEBELTOR
Toda vez que uno no es ni joven ni viejo, habiendo llegado a lo que sería la mitad de la vida, se tienen intervalos de brevedad en la que nos planteamos grandes cuestiones de nuestra condición humana, y uno se pregunta: ¿Qué haría si me dieran todo el dinero para gastármelo? No todo, pero sí veinte mil al día le dio su padre (el señor Lowell C. Denson) a Cynthia, la protagonista de la novela Lo tenía todo y no tenía nada.
Lo que sucedió después tiene que ver con la fuerza de lo que nos mantiene a flote contra la amargura o el hartazgo. Es ambición, entre otras muchas cosas, sin que por ello uno se olvide de todos los fundamentos. Cynthia, como hija, quería vengar la muerte de su madre; y culpaba a su padre.
Pero hubo de evitar la fatiga del ser, la melancolía del crepúsculo, disimular las grandes alegrías y los grandes dolores. Su madre, que de niña fue lo equivalente a toda su existencia, en su crecida adolescencia también pasó a ser resignación para vivir de la mejor manera posible.
La obra, por momentos impactante, esclarecedora y reflexiva, destaca la travesía de la joven niña rica, mimada y consentida hasta llegar a ser toda una royal, miembro de la familia real británica, y casi que más, pudiendo incluso llegar a reinar, si la dejan. Rigor y diversidad, en toda esa Norteamérica de partida, que confluyen con ese sentimiento de venganza y otros tantos delirios y los portentosos intentos de cuadrar la más condenable violencia con la propia pertenencia.
Un rompecabezas donde tienen cabida la Tercera Guerra Mundial, así como la alteración de la atmósfera y el medio ambiente por los cambios climáticos más reveladores y asombrosos que entretejen las memorias de quienes pretenden su nuevo orden mundial, señal del complejo proceso de la autoridad.
Como institutriz, Cynthia tiene a Esther Doña, una cicerona de armas tomar, con la dosis justa de erudición. Umbrales que de por sí excede Friedman, el policía más condecorado de la ciudad de Nueva York: la esencia misma de esa frontera entre dos mundos y dos realidades.
Vivir o morir, reinar o fracasar. Ese es el caramelo y anhelo de estas páginas. Diálogos vivos y un variopinto grupo de personajes ordenados en hileras hasta el infinito, en esa patria de los suicidas que aspiraban a suceder a la Reina Madre en el trono de Inglaterra, sin esconder del todo la valorización moral de la sociedad en el año en el que la monarca cumplía los ciento ocho años, referencia inexcusable dentro del panorama internacional, sustentando agudísimos sentimientos y conflictos íntimos, amén de galardones y reconocimientos, lealtades y traiciones.
Bajo los principios que se perpetúan a lo largo de las vidas aparece la cadena hotelera Copacabana y entornos como Isla Cristinita, Isla Mustiquina y Cerro Gordo con diálogos vivos y reflexiones potentes alejadas del didactismo común. Seres únicos, que no especiales, con la yuxtaposición de imágenes de la Guerra de Yugoslavia y las inesperadas relaciones de cuando se pretende crecer en ese puzle de la contemporaneidad sin estar a resguardo del todo.
Los lugareños de ese suroeste peninsular son precisos, contundentes y, hasta irónicos, a veces. El matrimonio formado por Azucena y el bosnio, junto a la hija adolescente de ella, inciden en la infatigable labor del quererse todos los días. Ahora bien, ponerle fin a la retrospectiva de las infancias que no lo fueron, cuesta. Tisma, marido y exiliado, es la nostalgia del absoluto y la reciente prolongación de la vida humana de quienes se toparon con una guerra tras otra y no terminan de encontrar su lugar en el mundo.
En Isla Cristinita se producen ambigüedades y ambivalencias que devienen la fatiga humana, con la unión y mezcla de empleados de hotel, los residentes y los que se mantenían a flote en los cámpines de alrededor, más la melancolía del crepúsculo al tiempo que todos ellos arrojan una luminosa mirada sobre cuestiones como la naturaleza del recuerdo o el deseo de reconstruir lo perdido, casi que integrándose.
Las escenas de esa vida apartada no están saldadas del todo. Condensan pensamientos políticos y humanos. O la frustrada concordia y el entendimiento de una madre y su hija. También la duda del quererse y del tenerse: una de las torturas más terribles jamás concebidas.
Comprender la naturaleza de ese lugar y su Casa Madre, la identidad femenina y la autenticidad de ese recodo isleño puede convertirlo todo en algo vulgar. No siendo más que una sólida visión de los negocios más sucios y cruentos. Máxime, con lo gráfico e imprevisible del resto del mundo.
Es una historia que nos enseña que no debemos tener miedo a lo que hay fuera ni a lo que no conocemos, por el mero hecho de estar fuera o ser desconocido, que lo peor, temible y quisquilloso es uno mismo y el afán de totalidad.
Las empresas, sean las que sean, jamás estarán a la altura de las más altas y maravillosas expectativas, como el amor.
Como lágrimas en la lluvia, Gay y discapacitado, rinde tributo a las víctimas del uso inadecuado de los medios virtuales y a todos los aspectos centrales de la extinta Yugoslavia y sus muchas guerras, sobre todo cuando aún nos preguntamos qué son los virus, las bacterias y las manchas de petróleo en el océano, estando los sistemas inmunitarios, los metabolismos y los alimentos perviviendo en la era del capitalismo de la vigilancia.
¿Por qué ese título y no otro? Es otra explicación del por qué no tener país seguía siendo peor que no tener casa.
Sin haber leído ni por asomo la mitad de la mitad de la mitad, un día, toda una madre me dijo que la moral es muy fuerte. Cuando intenté saber a qué se refería, nombró la palabra “sexo”. Y me costó creerlo cuando apenas había leído un cuento para niños, una novela de adolescentes, un libro biográfico y tres obras sueltas ambientas en ficciones muy diferentes pero similares al mundo en el que vivimos, pero sí: esa madre me dijo que tenía una moral fuerte en relación al sexo.
Grecas y Lunares, El día que llovió hacia arriba, La frágil moral, China y su entorno, y Mary McCarthy son títulos cuyos informes de lectura no dicen que haya mucho o poco sexo. Ni lo nombran. Existe, sí; dónde y cuándo se puede o mejor se considera (como la vida misma). Y paisajes o lugares en los que referenciar cada acción, personajes normales y variopintos, comidas, costumbres y otros tantos elementos sobre los que fundamentar una trama principal y otras tantas subtramas alrededor de la misma idea, confiriendo y soslayando vidas paralelas, que es lo que somos y seremos siempre en la ficción y en la realidad.
Le faltó decirme: “solo espero no llevarme a la tumba esta sensación de no ser suficiente”. Fue cuando entendí que la belleza y la fealdad se necesitan, tanto como una madre y un hijo., pues las tormentas solo son tormentas, que ni predicen el pronóstico del tiempo, ni una madre lee imparcial a su hijo metido a escritor.
Habrá leído sobre escenarios de violencia machista, que los dragones no comen helado, habrá resignificado símbolos, imaginado algunos columpios, chimeneas, piscinas, etc. Y su ojo crítico se le habrá embarazado del frío aliento de ser autor sin fama a la que agarrarse. Y sí, en ese tiempo he tenido miedo al miedo, porque me la esperaba así: crítica y desconfiada (como toda madre que se precie). De hecho, las palabras se las hube de sacar yo mismo, ni se atrevía, alegre y seria, popular y selecta, teniéndome presente como a todas esas lecturas “fuertes” que no le han enamorado.
Suerte que no haya muerto la palabra, pero casi. Miró y remiró el pasillo, el salón, la cocina por cuando la dejó atrás y, en aquel silencio tan absoluto, le pude oír los pensamientos… que saqué con no mucha lentitud. Ni se movió, ni parpadeó. El hombre que había frente a ella estaba muerto. Por otra parte, volví a nacer.
Y rencor ninguno, no conozco a ninguna maestra de escuela que no se equivoque. Todo lo que hay que saber para trabajar en la escritura, escribiendo, se aprende poniéndose manos a la obra e invirtiendo en uno mismo y en los demás. Sin hotel ni resort, pagándose como todo hijo de vecino los gastos, y sabiendo dónde va cada palabra, coma, o punto y seguido o final; equivocándose, y mucho, también.
La última vez que hablé con un editor (como mucho dos meses atrás) me indicó que lo que la gente pide y compra (o se vende) es casi pornografía. No me lo dijo por decir, no; quizás, alguna vez, lo mismo intente hacer algo en ese sentido. Ahora creo que no estoy sacando ese lado, aunque todos los estilos suman.
En el libro en curso –Gay y discapacitado– vengo a extractar que recordar una guerra (Yugoeslavia/Balcanes) no es malo, vivirla una y mil veces sí. Trato sobre voces de largos ecos, y de que el deseo nos incita a la posesión, no habiendo mayor tentación que lo prohibido, basándome en una adolescente, su madre, el padrastro y un hotel en donde trabajan, más una ristra de arquetipos y personajes con los que ofrecer otro tipo de libertad, demonios, emociones y vivencias luchando sin uniforme, a base de mantener la serenidad y la firmeza, buscar la concordia, admitir muchas tolerancias y, no perder el compromiso con uno mismo. Uno de los personajes sostiene: “yo no tengo amigos, tengo familia”. A ese, la erección continua por el miedo le sobreviene de la guerra y la edad que le toca vivir una y mil veces. En unos meses lo tendrán publicado, para quienes gusten y deseen atreverse a criticarme sin titubeos y con conocimiento de causa. Adelanto que lo que estoy aprendiendo de toda esa labor de documentación e introspección es que toda guerra condiciona al hombre para matar, haya o no balas, y que se puede llegar a querer tanto que la sangre de los inocentes e infieles rebose deliberadamente. Y, en lo que me queda de ese y otros libros, encajaré la “tristeza verde” en lo más profundo de cada poro y de cada hueso, como hijo/escritor.
Había algo de entrañable en el patetismo tragicómico de toda esa vulnerabilidad de las políticas y las epidemias, plasmándose el resentimiento y la miseria moral, se acostase o no uno con la misma mujer todos los días para hacerse con el monopolio de las emociones. Sí, ese brillo artificial del pasado exhibía su verdadero rostro, muy especialmente en la normalidad de Pompeya y esas tierras napolitanas. Sin dejar a un lado la archiconocida pandemia del coronavirus.
El mayor reto nunca fue humanizar a un dios, o eso del quedarse en casa cuando se tenía casa. Menos aún la breve crónica de la paulatina desaparición donde la muerte era el principio.
Pegarle fuego a las cosas siempre fue costumbre de algunos. No solo por el olor que desprende el propio fuego incendiándolo todo cuando se descontrola, que hacia Pompeya fue y seguía siendo una opción. Pero no todos los fuegos eran iguales. El Vesubio tuvo su propio hierro y suficiente material piroclástico y rocas como para hacer muros de lava de veintiséis metros y enterrarlo todo, en una flama de nubes y gases ardientes e irrespirables, a base de su furia colosal y telúrica.
Más, aparte de la lava, la desolación y la muerte, en la región napolitana de Campania habitaban gentes que sabían sobrevivir por muchas trabas administrativas que hubiera, o pandemias que se declarasen. Y no, no eran indígenas, ni personajes, solo ciudadanos del mundo. China, Rusia y otros tantos Estados no le iban a la zaga. No solo la sociedad de Roma fue esclavista. Del mundo clásico rescataron el culto al cuerpo y la necesidad del dinero y el poder, así como la dificultad de conservarlo.
Ni Fabrizio ni Nicoletta eran delincuentes, quizás, se les podría culpar de que de entre toda esa población, fueron de los que menos leyeron al Doctor Zhivago, obra de referencia en esas urbes por el trato al amor, a la historia y a la muerte, pero sobre todo ese amor que se colaba hasta los nervios. Se quisieron querer, y pudiera ser que lo hicieron, en un tiempo; más no creyeron con desmesura en sí mismos, posiblemente. Además, estaban las familias (clanes), esas que humedecían los gaznates sedientos y que custodiaban la moral, que no solo los brebajes o los intercambios comerciales (una de sus especialidades), muy especialmente el reciclaje y todas las basuras, evitándoles crispaciones y llevándose su buena comisión los políticos. La otra parte de ese mando único.
Sobre la alarma generada por el coronavirus (COVID-19), se podría sintetizar en el uso de las mascarillas por norma y la enormidad de fallecidos. Ahondar en ello implicaría entrar en la podredumbre y en el exceso de información. La novela es una obra que evoca la razón del amor: sentirse, estar. Y para tal afecto se precisa, entre otros, verse. Quizás la convivencia de Fabrizio y de Nicoletta fue de idiotas: estando de acuerdo en el desacuerdo de amarse. Y con todo y con eso no dejaron de quererse. Pues la medicina no lo abarcaba todo, aunque se fuera farmacéutica o funcionario de carrera y se viviera entre sectarismos, mentiras, los robos (incluida el arte) y la ofuscación para con el sistema, fuera el que fuera.
Como financiera, ella era buena. Y le gustaba eso del dinero del campo: las subvenciones y la gestión de los números agropecuarios, como tantos otros. Él, más humilde que no desaliñado, según el día, se echó una amiguita. Se sentía solo. Son los inconvenientes del no estar presente. También para evadirse y seguir en ese redil de las comisiones, dentro o fuera. Una puta negra, de esas del dinero en efectivo. No sustituía a su familia, pero casi. Había miles de esas.
Negocios como el reciclaje, el suministro de equipos de protección individual o cualesquiera que pudieran conllevar comisión alguna eran frecuentados por esas gentes, racionales e irracionales. Perros, en definitiva. Aunque no por ello exentos de momentos hermosamente conmovedores, o de prosas directas, sobrias y depuradas, trabajadas en la sencillez del minimalismo del existir y el clímax del presente miserable y un pasado que, aun claramente glorificado, fue mucho mejor.
De esos acentuados contrastes trata La importancia de verse. De la Pompeya actual, donde hablar de cáncer era hablar de ajustes de cuentas. Y donde el jefe no siempre tenía la razón, pero seguía siendo el jefe.
–Los tipos que te disparan a ti suelen dispararme a mí. Esa es toda la ventaja que vas a tener. Debes darte prisa -llegó a escuchar Fabrizio.
Tenían el mejor de los mundos posibles. No era casual que lo que peor les sentase fuese la autocompasión o la pérdida de las cosechas.
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