Le sirvieron el divino café en el mostrador y, justo cuando iba a dar el primer sorbo, las lágrimas le cayeron solas. Los pies se le deslizaron hacia su interior, le resultó difícil hablar. No fue el cuenco de helado de menta con pepitas de chocolate, o las hamburguesas. Miraba sin emitir sonido alguno. Sin explicar de qué se trataba. Y al ver los dos chicos sentados a la mesa masticando sus sándwiches y bebiendo su leche les intentó parar, ahora bien, difícilmente pudo. Concluyó, que no le haría falta la pistola.
Hacia el fondo, alguien soltó una especie de carcajada, un breve gañido que ascendió del fondo de sus pulmones como una perdigonada rebotando en la pared. Otro que no supo elegir el menú, pues no mucho tiempo después su hijastro le dio unas palmaditas en el hombro y la espalda sin que se repusiera.
Y así uno tras otro, la mayoría hombres. Dar gracias a Dios de poco valía, pereciendo horrendos y penosos, gradualmente asfixiados. Hasta el peor de todos.
Una sudafricana blanca con la tez morena de una norteafricana en absoluto tenía culpa alguna. Una morena de piel oscura que no era ni bonita ni fea, sino especialmente fascinante a ojos de Monroe, y su señora (de vida insípida y convencional, salvo por eso).
A la postre, ese matrimonio empezaría a transigir de mejor modo con otros reclusos, máxime con los que no entendían su lengua, ya sin poder hacer uso de las cocinas y la mentalidad moderna. El taimado centinela que tuvo la feliz ocurrencia todavía bajaba la vista y se encogía de hombros, acordándose todos de lo que pasó gracias al plato, el tenedor y esa mesa que jamás se recogería. Otro que no pudo casarse, y al que sí le hizo falta la pistola.
Ese era el meollo del asunto, la previsión de una época en la que ya no estuvieran juntos, un tiempo futuro en el que desaparecería todo lo que venía sucediendo y ellos se convirtieran en fantasmas que vivirían en la memoria del otro, y por eso andaban hablando de niños y de que querían tener uno.
Por primera vez en la vida él empezaba a tener un poco de miedo de sí mismo. Ella, una alegría que no había sentido en meses.
La Navidad lo jodería todo.
Tal vez se conocía a sí mismo, pero no conocía del todo a los demás. No obstante, creía haber entendido lo que debía hacer para progresar en ese mundo, aunque a veces se ufanase por ello.
Su mujer le dio su conformidad con un gesto de asentimiento. Una mujer que fue muy combativa. Su padre, el maestro que fue alumno, también lo miró a sabiendas que el hábil fue una vez torpe. Habían pasado ya los años invisibles para ese esposo e hijo.
Todo, en esa sociedad dicotomizada, de buenos y malos, en donde ya no quería tener tanto la razón, y sí ganar dinero y sacar adelante a su familia. Otrora época tuvo por costumbre pensar que en Europa la naturaleza estaba domesticada, y que ciertas cosas solo ocurrían en otros lugares.
Su padre, el reverendo, no había conocido a nadie tan obsesionado con una mujer. Ahora bien, ser inocente no siempre le salvaba. A la gente le asustaba morir abrasada, o que se la comieran viva. No todos podían ser Santos. Su hijo, calles más arriba no tendría apenas tiempo para pensar. Había llegado el día en el que sentarse a verle morir.
Consciente de las tremendas proezas del ser humano cuando se quedaba sin dignidad, la mujer tenía hecha una maleta, ya sin intención de eludir la verdad, habiendo tres impresos pulcramente ordenados, una persona que nunca había aprendido a hablar y que lo había oído siempre todo.
No quería ni mirarle, siempre hermosa y con los dedos largos y las venas marcadas. La niña que fue. Hasta le pareció que él le había susurrado demasiado alto.
Bien pronto, ese se dio cuenta de que hacer todo lo que podía no era todo lo que ella necesitaba. Llevaban años juntos, pero como si no los hubiera habido. Tiempos atrás le quitó la soledad, los miedos, las dudas.
No obstante, uno y otra necesitaban procesar la realidad. Habían perdido buena parte de su casa, sus enseres, y casi que a su familia. Tenían que aprender a volver a tenerse.
De vez en cuando era bueno echar la vista atrás, y recordar dónde empezó todo. O que no pasase necesariamente nada, y que se necesitase estar solo, sola. No ser lo que el otro pudiera ver, ni lo que pudiera pensar, ni decir… no ser nada de eso. Quizás, con el paso de los días y los trabajos volverían a picarse por todo, o reírse por nada… sus enfados, sus abrazos.
Al final, era mejor no reclamar nada, alejarse y sujetarse con los ojos, escribir con otras manos el dolor de uno mismo. Pertenecer.
Castigo de Dios y de los hombres en la Tierra
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