Pedro Belmonte Tortosa

23
Mar

El valor del tiempo

Pareciera que no, pero sí. Había un momento en la vida en donde se precisaba escaparse a ese lugar donde se cruzaba lo viejo y lo nuevo y recordar esas maneras de hablar, de comer y donde el silencio no tenía más señuelo que servir para muchas miradas diferentes y ninguna, como si se descubriera algo nuevo, dejando a un lado las cosas que decimos, las cosas que hacemos.

Ese bazar de la calidad, ese disco de silencio. El frío de la madre.

La casa, ese lugar del que marcharse con tantos recuerdos con los que se había llenado. Nada más ensordecedor; donde antes se vivía con soledad y ahora con compañía en la ruleta de los días, los años y los tiempos. Donde alguien vivía sólo para tener un lugar adonde volver siempre. Dulce y salada.  

16
Mar

Sordas miradas

-Hemos vuelto a los Sesenta: podemos hacer cualquier cosa, pero hacemos lo mismo -apostilló el coronel, obligado también a desdecir a los de su pinganillo-. Te mienten para no perderte y te pierden por mentirte

El amor era un beso inesperado en la frente, y así sucedió. Un paréntesis en la omnipotencia de la carne, los voluptuosos balanceos y los transparentes tejidos a la luz de las candilejas cargadas de sordas miradas.

PEBELTOR

A buen juez, mejor testigo

9
Mar

Desnudo libre, y la doble moral

La emoción, la encrucijada del amor y los gritos de alegría no existían. Jamás existieron, más bien. Y el caso es que había algo. Un algo especial, distinto. No ese vacío espiritual, pero algo. Quizás, mitad respeto, mitad aprecio. Necesidad de otra presencia, de sentirse, de ponerse a prueba.  

La comunicación podía ser una caricia o un traspiés.  

Ella sustentaba ese todo inclasificable. Eran gente normal, sin tonterías. Sin aspavientos. Gente que se trabajaba los días. Gente que tenía su infinito al alcance de la mano.

Se veían de vez en cuando, aun siendo un acto prácticamente sedentario, dados a la rutina y a esa prodigiosa trampa de la sensibilidad humana y la condición de lo efímero.

En la cama parecían una caja infinita de voces si ella lo procuraba, dibujos quienquiera que fuesen. Personas que llevaban la experiencia del vivir hacia la nada del olvido pasando unos ratos juntos.

Una vez, hasta fueron una hilera de dos cuerpos agonizando junto al mar.

Cada cierto tiempo dejaban huellas duraderas. Y no era tarea sencilla. La memoria del mundo estaba ahí, contenida, sin hormigueos. La frágil memoria humana en tiempos donde casi que estaba prohibido leer, refugiados en ese disfraz de vagabundos del quererse. Un querer mediado, rutinario; siéndoles una extensión de su cuerpo los días y los trabajos.

Confraternizar, emparentar, ya les había cogido viejos. O mayores. O acomodados a su vejez. Como mejor se quisiera en el olvido irrevocable de esas palabras prohibidas y actos o destellos de lo que fuera.

Quienes nunca hicieron ese esfuerzo jamás sabrían lo que pesaban tales días. Días de todo. De verse y de no querer verse (sin burla, sin odio y sin generalizar culpas). Días, al fin y al cabo. Belleza y dolor: quererse. Vivir. 

Mudanzas no hubo ni habría, mudanzas planificadas. Gestionar esa miseria del darse a todo y nada, y las ganancias extraordinarias se hacía sin hacerse. Lo más, siempre, un desnudo libre. Y que pasaran los años.

Años de todo, chocando contra su propia censura y aspiración. Y años de lo tierno y profundo, del recordar siempre, del ser frágil en un mundo finito, pero años sin ese todo a la vez en todas partes, porque arrastraban un pasado imperfecto. Años con mano firme de algodón.

Y felicidad como botín de guerra. Extraña felicidad la del desnudarse a medias en ese recipiente de los días donde se posaba el tiempo. Mísera felicidad, mala en días de invierno y dura en verano, nunca buena del todo.

Sí, ella merecía una primavera y no deberle nada a nadie. De él, poco o nada. Una persona que se había jubilado no hacía tanto, un hombre tranquilo si acaso. Hablaban de ella, lo que llamaba la atención de esa relación era ella. A la que tildaban de puta y de tantas otras cosas, como si nada, como si todo.  

5
Mar

La moneda

-El cobarde abandona primero su dignidad antes que abandonar el campo de batalla. El dólar respalda decisiones.

Esa era la versión oficial de la entrega de la maldita presea, porque no querían que sus chicos fueran hechos prisioneros ni por asomo.

La otra, decía:

-Siempre es mejor que un amigo te diga hijo de puta, a que un hijo de puta te diga amigo. Úsela y a su familia no le faltará de nada. Cuanto más se gana, más cerca se está de la derrota.

En un universo donde convivían variedades de estilos y personalidades con una clara vocación reivindicativa no podía faltar esa encrucijada de la moneda…

El Sexo de las Embarazadas

Primeras páginas

2
Mar

Y allí no pasó nada

Tipos irreductibles, que conocían, que trabajaban la mente, y otros muchos, realmente tenían una perspectiva completamente distinta a los demás. Gente normal.   

Su emocionalidad, y su percepción del castigo y de lo que estaba bien o mal, podría arramblar con cualquiera. Tenían un perfil desorganizado y, a la par, organizado.  

Las velas adornaban, solo eso: ni calor.

Era el funcionamiento más antiguo del mundo: decir y que otros escucharan o simplemente estuvieran. Si preguntaran a un enjambre de abejas les dirían lo mismo, porque les daba igual, todo estaba hecho de antemano (sin contar los inmuebles y otros parabienes).

En ese templo lo que se cernía era la vida de los demás. Y había gente de todo tipo y condición. Los comerciantes no tenían lengua, los mecánicos herramientas, los médicos vidas que cuidar, y las maestras ni un momento del día. Buscaban las mentiras y su temática: su interés. Incluidas las expresiones de aprecio.

Cuando los detuvieron, algunos con supuestos delitos de asesinato (por una menor de diecisiete años), apenas se inmutaron. Grupalmente intentaron defenderse, callando. No obstante, cuando los investigadores consiguieron que uno, en rebeldía, hablase, todo cambió (políticas aparte).

Fue un adulto de veinticinco años, que desde los trece estaba condicionado por esa comunidad, alejado de cualquier consumo de alcohol o estupefacientes, muy ecológico y sostenible. Si bien, tuviera la edad que tuviera, cumpliría condena, porque fue homenajeado con cien años de prisión incondicional, todo su patrimonio confiscado para el erario público, y trabajos forzados arreglando caminos rurales. Forzados porque resultaban obligados, no voluntarios. Seis días a la semana; y el séptimo para que limpiara su celda de mejor modo, que no solo ordenarla, y resumiera lo leído. Pues lecturas obligadas tenía: un libro a la semana. El tiempo libre para su alma, si es que tenía. Asistencia médica gratuita, cómo no. Y acceso a pistas deportivas y otras universidades, por supuesto. También credos y otros engrandecimientos o ruegos, o la voluntad de todos los sexos. Después de lo anterior y de todas las misericordias.

Los restantes, siete días.

23
Feb

Saber esperar, saber ser negro y blanco

Curiosa manera de protestar en ese pueblo. Ciudad más bien. Todos sentados, en silencio, como si la vida les fuera un pupitre en el que esperar a que les dieran su oportunidad, aprendiendo lo que otros decían o hacían.

Y los zapatos, que no todo eran deportivas al uso, dominaban las colas. También en silencio, medio colocaditos unos tras otros.

No importaba cómo se llamaba el pueblo, ni cómo se llamasen las gentes, o sobre qué burocracia y tramitación se esperaba. Todos conformaban un tono menos firme, pero más tranquilo y sereno. Muy parecidos, y largos. Porque las colas podían llegar a ser extenuantes.

Decían los mentideros que todo empezó con un tal Catalino, a colación de tener que renovarse un documento, aunque otros hacían notar que fue por un billete de esos de las viajeras antiguas. El caso es que daba igual si fue en una dársena desde donde partir y llegar, o bien en una antesala, y si se llamaba Margarita o Pepito el de los palotes. Lo importante es que la gente llegado un día se solidarizó y no dio su brazo a torcer. Y tanto las diferentes administraciones públicas, como los servicios privados y comercios se vieron obligados a tener que modificar sus normas y pareceres.

Las personas, como tales, tenían que ser atendidas, no expedidas, repudiadas o numeradas con mayor o menor criterio y diligencia. Tenían derecho a ser escuchadas, a poder hacer sus trámites sin tener que saber tanto o más como los restantes, y a no tener que sobrellevar los problemas o dificultades de otros, fueran entes, sociedades o como se calificasen unos y otros. Y a no tener que depender de nadie. Derechos, y deberes. Porque empezaron por ahí, por estar en silencio, por respetarse los turnos, y por no discrepar de la norma (la entendiesen o no) y su instrumentación.

Fue en la Vieja Europa, como podía haber sido en Canadá, los Emiratos Árabes Unidos o en la China que ni Dios conocía. Un día de tantos, de entresemana más bien. A una hora menuda, donde se podía almorzar o seguir en ayunas si acaso.    

El calzado se convirtió en su cabeza, su cuerpo, su ritmo, su tono. De uno, y otros tantos. Un lado humano. Sentados, que no de pie, la gente reía cuando podía y lloraba cuando lo necesitaba. Tímida y discretamente. Todo era mejor, más íntimo y a la par normal. Además, el culo ya no era el símbolo que definía la moral femenina. Ni el cabello. Los ojos, a todo, viviendo más callados de lo normal.

Hacer la cola venía a ser el relato de una tierra herida cuando menos. Fuese el país que fuese. Y de patriotismo nada. Esperar de pie no aportaba mayor honor, y tampoco es que fuera el último refugio de los canallas.

Cuarenta años llevaba Eulogio o como se llamase el primero de tantos con ese negocio, y se lo querían rifar las marcas. Pero eran tercos esos ciudadanos, que votaban como todos. O listos. Un modelo de negocio que empezó algo hosco y frío y que en según qué países era todo un carnaval, con disfraces, máscaras, y accesorios para el calzado de todo tipo. Un repertorio que lucía las mejores sonrisas, y que daba idea de las necesidades. Pero un negocio porque tenía un objetivo. Un fin en toda regla. Ser parte de algo sin dejar de ser parte de sí mismos.

Quien tenía no pretendía destacar. Quien necesitaba se conformaba con bien poco. Los niños jugueteaban si las madres les dejaban. Y Doña Carmen era la hostia. Una mujer que si amanecía se iba, pero que entre tanto no paraba de mostrar más y más calzados, icónicos, de experiencias y de película. Viajaba en esas colas. Se había convertido en una fashion victim de hacer colas. Unas tras otras las encadenaba. Su familia llevaba años sin apenas verla. Lo había convertido en otro negocio. Era toda una ganadora. Cribaba a los tacaños, y su metodología funcionaba ya de una manera bastante inhumana. Estaba en casi todas las colas habidas y por haber. Que si donde renovar el carné de identidad, el permiso de tráfico, los papeles del seguro sanitario, el cajero, la farmacia, el taxi. No era tarea fácil, pero estaba en todas partes. Y además hacía de jurado, que rentabilizaba su tiempo. Sabía lo de todas las revistas, concursos y programaciones. Votaba como nadie, breve o larga.

Quizás fue por eso que Don Eulogio vio peligrar su negocio. Que gustaba tanto que los Estados querían apropiárselo y tasarlo, porque las colas ya no cabían por los túneles y eran todo un baluarte. “Algo intrínseco fruto del desarrollo y el arraigo pertinente, vertebrando el medio rural” se dirían en los considerandos de los memorándums.

Pero Doña Carmen, que no tenía carrera alguna, no se iba a quedar quieta, más bien parada sin hacer nada. Los ayuntamientos la temían. O la dejaban estar o se cagaba en la puta madre de todo quisqui. Era pesada como ella sola, una cosa impresionante. Y de suerte nada, la mujer se curraba su trabajo. Esperar así, no era dar paseos bajo la luna. Las sillas de mierda no eran camas de bellas durmientes. Trastos de lo más incómodo adrede. Su prole, un ejército de mujeres tradicionales, tenían sus riesgos laborales por aquello de lo limitado de la espera y las generosas ofertas. Cuando esperaban la gente les hacía ofertas, no solo por el calzado que muestreaban, sino que también por ellas y sus servicios. Calcetines, medias, betunes para limpiar los calzados, tintes para los zapatos, cordones y de todo. Hasta flores para los muertos o los novios se comerciaba en las esperas. Economía de medios, en fin.

Lo malo es que las administraciones no reaccionaban. Pero eran tercos. O listos. La gente era terca de cojones. Gente que también eran administración y servicios, comercio y vida. Y no, la culpa no fue de quien empezó, sino de quien no supo pararlo, ni con razón o sin ella… y en eso estaban, en la Vieja Europa, como quien dice. Y eso que todas las personas tenían sus batallas consigo mismos. Y que había sinvergüenzas aprovechándose del sistema, como en todas partes.

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