enero 2022

27
Ene

El secreto del pescador

La sabía preocupada, pendiente de que un día el cartero le entregara una carta suya. Era un hombre que no aparentaba enfrascarse en la lectura de ningún periódico, y de aspecto sombrío que no quería preocupar a ninguna de sus dos mujeres.

El tipo hacía pocos ademanes para que lo reconocieran, pero lo hacían.

Una vez llegó a viajar en barco hasta Marsella, y desde allí, primero en tren y luego en coche se dirigió a París. Ese fue todo su mundo, y la piedad se su equipaje de mano.

En tiempos llegó a ser socio de una fábrica de confección. Y jamás se dejó ver por algún que otro cabaret.

Su barca, solo su barca, y su barca, era lo que le mantenía ocupado. El médico debió de acercársele una vez y al levantarle la mano lo ruborizó. La caña, incluso esa vez, siguió echada y él mirando el trasfondo, como si nada, como si todo, como si nadie.

Parecía un hombre simple, sencillo, de pocos recovecos, de esos de irse a pescar hasta las sombras de la noche, represaliado y en nada absorbente, de los que sentían paz por haber conocido a su abuela.

Otra que en los cielos estaría recolocando las piezas de su identidad, porque no terminaba de cuadrarle a nadie la última noticia, no cabiendo más palabras entre los lugareños, que intentaban no perder la calma y averiguarlo en menos de cuatro días.  

20
Ene

El descanso divino

El chaval no entendía qué era eso del descanso divino. Los mayores se lo explicaban mal o no se lo explicaban. Y su abuelo, que era el que de veras le interesaba al crío, ya no podía hacerlo.

Enfurruñado y medio triste, porque le prometió que no se pondría triste, aunque le echaría un poco de menos, solito pensaba en eso del descanso divino.

Morirse y que le enterrasen a dos cientos metros de donde tenía su rebaño de cabras y su casa no terminaba de cuadrarle, porque no sabía si le oiría, si se enfadaría con él por pisarle los pastos o las siembras, o si descansaría del todo después de toda una vida dedicado precisamente a eso, a cuidar del campo y de sus animales. Lo mismo se lo tendrían que llevar a la ciudad, y que conociese otras cosas y desconectase, pensaba el jovencito.

Las cosas se precipitaron tan de repente que en esos pocos días no pudieron concretar, porque meriendas solo había una cada día, así que sobre sus hombros siempre llovían las mismas palabras: siempre seré un niño, un niño indefenso en un mundo hostil.

El abuelo, a pesar de haber recibido tanto sol en vida, leía a Pessoa porque su mundo no le bastaba, siéndole la literatura un refugio en nada triste y pesaroso, sino un descanso en tantísimas idas y venidas, o desalentadoras vicisitudes, pues los animales eran vida, y la vida conocimiento.

Cuando por la mañana los sábados se levantaba y terminaba de arreglarse, habiendo hecho cuidadosamente la limpieza de su habitación, desayunaba y corría a ayudar al abuelo en los corrales, una servidumbre que echaba en falta, tanto, como que se lió centímetro a centímetro a revolver el mobiliario urbano y algunos de esos libros. Ciento setenta y siete, que los contó.

Gisele, una joven estudiante suiza que por decidida había tenido días antes su primera experiencia sexual, tampoco es que supiera mucho qué decirle al niño. Para los dos habían perdido nombre los objetos, su significado, y en aquel silencio tan absoluto, aun con esas, era delicioso el sonido abstracto de los pensamientos, tal que animales moviéndose con lentitud, y casi que con miedo a pisar el campo sin que su amo les dijese con la mirada dónde, cómo y hasta cuándo.

Alegre y serio, él no se atrevía a guiarlos, autor de tantísimas melodías inolvidables pero complejas, silbándolo todo, porque así le enseñó su abuelo, que todo tenía sonido, y vida.

Estimularlo en el intercambio de información y conocimientos los demás tampoco es que pudieran hacer mucho. Solo hubo uno que le alimentó la imaginación, la astucia, la percepción, la concentración y la empatía, y eso que solo se dedicaba al campo, como decían del mismo, y sin apenas estudios. Junto al mismo aprendió a ver una película, una serie, leer un libro, un periódico o una revista; y el tiempo, que no a saber del mismo. Una cosa era conocer el tiempo y otra reconocerlo, que de imponderables también estudiaron. No solo ellos, sino que también los perros, esos perros trufados, que mordían con desesperación la agridulce sensación cuidando del rebaño, mirándolo de reojo, pisando, eso también, sin demasiada frecuencia la raya de esos destinos insospechados, esperándolo que dejara de transitar por sus historias, como bien les dijo.

13
Ene

Demasiado no es suficiente

El juego de la vida forja alianzas cuando puede. Son milagros prohibidos, tortuosos caminos hacia la redención. Historias duras y descreídas que rescatan del olvido malhadados destinos individuales.

Y nada es mejor que caminar para comprender tu propio destino, el valor del cariño y la alegría de vivir. Caminar como poner el agua a la altura de los ojos y salir del valor de la quietud y las inesperadas recompensas de la pausa.

Amantes y reinas lo hicieron, dándose a ese pequeño tratado de la vida auténtica, por encima de los manuales de cualesquiera de los dictadores y nombres prestados.

El agua a la altura de los ojos, y caminar: una singular ventana abierta a la vida cotidiana, y la guerra como la peor debilidad de los instrumentos de dominio. Una atracción ciega e inexplicable, y sentimientos nacidos de hechos reales, que no propagandas.

Perdurabilidad, reflejos fugaces, la piel hecha herida, libertad, soberbia, racismo, soledad, experiencia, política, marginalidad, tecnología… Todos los legados, todos los tiempos.

Demasiado no es suficiente.

 

6
Ene

Una ausencia presente

La primera vez le costó lo suyo, ahora bien, con los años se iba haciendo a esa distancia tan miserable. No obstante, osaba a mirar por la ventana, alejándose de esas repetidas sombras grises de tantísimas metrópolis y ninguna con la melodía de las campañillas de sus brujos renos como único sonido.

Su corazón llagado le había hecho agenciarse un habitáculo para no sufrir la intemperie en ese vacío en llamas del tener que estar en todos los sitios a tiempo y en ninguno, incluso donde los sentimientos crueles ni le esperaban.

No perdía tiempo alguno, acabado un año volvía a su habitación vacía para empezar a llenarla. Para su vuelta recorría cinco caminos, y así nadie sabría de su paradero. De ese modo se ahorraba pisotones, que había muchos abusones. Y no quería resultar grosero e insultante, como repartidor que era.

De pequeño aprendió que había tantas formas de agradecer como ninguna, y halló su oficio. A eso se aferraba, al un dolor que no se olvidaba nunca. Un niño con un regalo inesperado venía a ser como pisar la nieve virgen por primera vez. Él sabía de esas oraciones durante el invierno, y de las frases derramadas sobre los tejados, a los árboles y en las calles; o de los silencios y sus resquicios.

Algo tan complejo como sencillo hacía posible que miles de personas pasasen un rato mejor, para luego regresar a la realidad de la realidad y dejar a un lado los sentidos más inéditos.

Cada vez que se veía frente a una puerta, chimenea, patio o garaje le brotaba una sencillez que le engrandecía, y se podía imaginar el mejor futuro. La irrelevancia era el sentimiento de los que no importaban en todo ese caleidoscopio de acontecimientos y ritmos frenéticos.

Por suerte, lo primero tras el trabajo bien hecho era parar en la mansión de los chocolates, y eso que ya se había tomado los suyos. Allí, todas las cosas que hacía, decía y pensaba estaban controladas. Nadie lo podía descubrir. Aparentemente no había nada sobrenatural o misterioso. Es más, lo veían de mil formas, por aquello de las constricciones de la decisión humana y los libres albedríos. Jamás opinaba de ello, fuera o fueran bruja, leñador o rey mago.

Sin embargo, había procesos conscientes mucho más amplios: se estaba cansando de ser uno, tres y ninguno. O de llevar y no llevar séquito, pajes, camellos, renos o lo que fuera. El capitalismo era una máquina perfecta de estetización. En absoluto quería darse al fracaso de lo bello, descubriéndose, pero se estaba pensando muy mucho los espacios en blanco del gusto común. Lo de los juguetes sexuales le sorprendieron lo suyo el primer año; y que le siguieran escondiendo los balones después de tantísimos años no le hacía ni pizca de gracia; tener que escribir cartas de amor de puño y letra, bueno que bueno; incluso lo de aguantar a los directores de orquesta con mal carácter, podía entenderlo; pero lo de meterle el sonido del mar a las caracolas, nada de nada, ¡ni una más! Le dejaban con la sensación de no haber comido nada, como si tuviera adicción a los laxantes.

También le jodía bastante que la gente le preguntase por su edad, como si fuera una necesidad. Cuando se era joven, se era joven para toda la vida. ¿Acaso le hacían eso al Mago de Oz?, ¿o lo ataviaban de mil modos -y eso que era de hojalata-, muchos inoportunos, insistiéndole tal que estuvieran en una absurda fiesta de disfraces? ¡Anda que lo de los camellos!… Al menos un león, ¡coño! ¡O unos putos enanos acosadores! Un lujo que no se podía permitir, claro. ¿O cuando le pedían estar en la otra parte del mundo como si fuera tan fácil? ¡No te jode!, la armonía oculta es mejor que la obvia… cuando te lo dan hecho cabrón… como si fuera pintado lo que escribía. El Mago de Oz era el puto amo, y eso le jodía.

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