Los había de mañanas con él, de tardes con él, de noches con él, y todo con él. Ya fuera entre árboles ahilados o por donde las formas del agua eran muchas. Ahora bien, donde más le gustaba ir era a una especie de pista de arena, merecedora de los olores de la noche. Y eso que todo en su vida fue un precipicio; que también caótico, guerrero, feminista e impredecible.
Allí, con sus carantoñas, sonrisas, paciencias y amarillos verdes llanos databan hasta de la paciencia de las arañas. Y, cómo no, ese perro era un perfecto ladrón de meriendas. En trece años jamás pudo terminarse nadie el bocata si estaba él. Era único y diferente, aquel que fue entrenado para saber del odio a los indiferentes. Un animal adiestrado y vencido. Jubilado mucho antes de tiempo. Pero recuperado y siempre agradecido.
Jamás se cansó tanto como para que el cansancio le cambiara los sentimientos, muy distinto a las personas. Bien es cierto que, como todas las adicciones, unas se controlaban y otras no: siempre fue un galgo de mucho cuidado. Y tenía amistad para las cervezas, y para los cafés. Lo mostraba con un beso en las comisuras, y con lealtad. Desde muy joven hasta los trece años, con ese y otros tantos dueños.
Se fue un domingo de otoño, estando solo, no extrañando a nadie. Y desde entonces ya nunca permitió que una persona le enseñara dos veces que no le quería.
Hombres que nunca habían tenido miedo de que los violasen aventaban esa mala bruma. La guerra era una extraordinaria escuela de lucidez; y el miedo.
Se habían acostumbrado al silencio, a callarlo todo, y el mar se lo estaba devolviendo con creces, tras años en los que el sexo se les había vuelto tan común que lo excitante es que les quisieran de verdad.
Lo peor de todo es que no habría nadie más, aunque lo pidieran en sus deseos. Nadie en la perra vida de esa isla les hacía sentir menos como los que marcharon, quienes volvían para acabar lo empezado, tras estar vagabundeando a expensas de la mar y sus corrientes en su salir para volver.
En ese presidio reunieron a todos los que creyeron haber tenido el suficiente dinero como para ser felices, abandonados los unos con los otros, mayoritariamente hombres. Cien mil euros al mes por persona les costaba que les tiraran la comida sobrante (de una cadena de supermercados baratos) desde un helicóptero. Ellas no, se lo ganaban de otra forma. Una isla en la que ninguno ganaría más ni llegaría antes a jefe, aunque trabajase más horas.
Y de cuando en cuando soltaban a los que en tiempos fueron búfalos, que embestían con ganas. Animales de más de mil kilos que ni disparándoles con fusil cinco veces se detenían, hambrientos e iracundos. En absoluto hedor a maldición, sino pura vida.
De acuerdo con los peritajes, de cada cuatro, tres fallecían en los primeros meses, incluidos los empresarios que habían multiplicado por trece su fortuna en los últimos cuatro años. Ese presidio era pasar de la adolescencia a la vejez sin pasar por la madurez; ni daba tiempo ni había ganas. Cualquier búsqueda del equilibrio precisaba de remedios antiguos y de ningún dinero.
De cara a la prensa estaban reunidos trabajando en pos del sector biotecnológico o algo parecido. Y las tormentas tropicales que se convertían en huracán de categoría 1 ahuyentaba a los estúpidos curiosos.
Los sábados odiaban lo que se amó y amaban lo que se odió. Solo había una mansión de lujo, por llamarla de algún modo, y quién mejor hacía de la depresión algo sonriente podía optar a ella. Dentro había una librería. ¡Qué extraña era la vida! Intentaban suicidarse en las mismas estanterías, y no convertirse en héroes inmortales dejándose caer por los innumerables y escarpados acantilados. La huella de un ser humano verdadero, sin duda, les podía.
El jefe de psiquiatría sabía que eso no era una moda, y que daba igual si era en septiembre o en diciembre, y que siempre llovía. Se hacían un café, y deliciosamente se intentaban quitar la vida. No se trataba de rabia ni de resentimiento, mucho menos de odio: era una especie de decepción ilógica… Tal vez si hubieran leído algo antes, toda esa transparencia, la desnudez, les hubieran sido su fortaleza. Pero no, ese presidio eran muchas cosas y una sola cosa definitiva.
Entre la caridad y el maltrato, ellas defendían al criminal contra el puritanismo, y a los extraños que conocían.
Como si los dioses hubieran bajado la vista encogiéndose de hombros, el silencio era casi una religión. Las ciudades lucían taimadas, todas ellas. Nadie cogía el teléfono, ni usaba los transportes públicos. Las calles lucían fugaces por el uso de algunos focos que las alargaban. Luces certificadas que daban vida a la noche, y que apaciguaban en parte el estrépito, salvo para los bravucones.
La mayoría ni podía echarse nada al estómago. Los filósofos ni reían ni lloraban, es más, eran discretos, caminando hacia arriba hacia abajo cada cual en sus casas. El alma de las cosas inanimadas era lo que venteaban las banderas, fueran cuales fueran, desde las sagradas instituciones pasando por hogares sueltos y conjuros varios.
El día de antes habían bombardeado a lo bestia. Pero no parecía resultar nada, comparado con los pronósticos y la aterradora simetría que iba tomando forma. El mundo ya no solo se caía a pedazos, el mundo iba a arder. Y lo que hacía era frío: algo parecido a estrecharle la mano a un cadáver, pero con un añadido importante. Treinta y nueve días después de haberse acabado el dinero, de tanto usarlo y guardarlo entre olas de euforia y fatalismos, lo único seguro es que nadie más aprendería a andar.
Por primera vez en la vida, algunos empezaron a tener un poco de miedo de sí mismos y quisieron volverse al pueblo. Un viaje final de regreso con muy poca antelación. La lechosa tez blanca de quien vivía en un país sin sol y empapado de lluvia, se reforzó con una de corona rizada de un matiz entre rojizo y rubio, cobriza, entregados al silencio que obligaba a la máxima exigencia y a la nada más absoluta: una luminosidad tan fuerte que casi les hacía invisibles en su propio pueblo.
Sin mencionar el magnífico comportamiento de un perro tras los tristes días del fallecimiento de la abuela, que continuaba queriéndola a pesar de todo. Ni reaccionario, ni retrógrado, ni pesimista, todo un maestro de la ironía, demasiado aficionado a mover su cola y a husmearlo todo, o bien a jugar con su pelota. Un acto de deslealtad tan repugnante para algunos que no tuvieron perdón. No obstante, por suerte algunos canes como ese contravenían las normas (y las obedecían) en ese socorro vital de tan poca fiesta, deambulando. A los niños les encantaban, el concurso de fotografía que organizaron algunos a espaldas de las autoridades les daba vidilla y los tranquilizaba, centelleando por entre las ventanas, restando importancia a los mensajes que los mayores debían atender en sus democracias y extremismos, acotando las conversaciones difíciles.
Escapar, largarse, fugarse, retirarse. Desertar, batirse en retirada, poner pies en polvorosa. Clancletear, evadirse, eclipsar, evitar. Huir para seguir estando.
Y no quedarse, permanecer ni presentarse. Huir. Huir.
Rehuir, esquivar, eludir, apartarse, poner tierra de por medio, dar esquinazo. Huir de esa jungla. No era de esos gatos que lloraban a pleno sol. Ni la bailarina de las doce.
Murieron los días de agosto y los septiembres azules. A ratos fue un ángel que enseñó a amar a un demonio, en otros un ratón poco valiente. La locomotora era el símbolo del silencio, el precio de la grandeza. Irse, huir. Fuego fatuo y realidad distinta.
“Perdóname por haber llegado tarde” dejó escrito al marcharse. Todo un inicio y final declarado. Y tulipanes negros. Su sol líquido, la historia del cuerpo de esa mujer. Porque de no serlo, seguirían los sorpresivos despertares. Los lagartos que no perdieron su cola también se los llevó. Todos. Ella y la puta manía de ese de hacerlo todo pedacitos. Lo único que poseía, junto a las curvas de su infancia.
Flan con dulce de leche le tendría preparada su madre. Flan, el de la impostura de toda una vida. Otra que comprendió vagamente la verdadera expresión de su ansia. Otra de amor propio y egoísmo moderno en su pequeño gran planeta… El vacío y la ventana, esa ventana al infinito, como la de su primer beso o la comunión callaban, hablaban, pero no se le atragantaban. Había crecido. Ya ni lágrimas de amor tenía en el universo de sus ojos.
Más allá del dinero, la vida después de la muerte la tenía más que estudiada. Recuperaría su estabilidad perdida. Emocionalmente, ese dios humano y último culpable, aceptaba el error: el juego más solitario.
Los ganadores eran simplemente aquellos que estaban dispuestos a hacer cosas que no harían los perdedores.
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