abril 2021

29
Abr

Para cuando ya no recuerde quién soy

Todavía faltaban unos minutos para las ocho. El bebé, por entonces, ya circulaba junto a su madre por el andén de una estación de tren, bajo cerros de piedra y ladrillo, también indiscernibles amasijos de personas.

Una persona, de esas de mancha castaña y negra que avanzan tortuosamente, cedió a la rotundidad de los juegos del despierto pequeñajo, quien, en justicia, hizo caso omiso a su madre.

Una mujer que se coronaba de una presencia inexplicable. Con pecho y largos brazos, y hasta trenzas. Pero que no quería ver, apercibida y desolada. Era demasiada mujer como para pertenecer y enternecerse a ese gesto de su pequeño, que ni tomándoselo en serio exhibiría forzado tan pequeña virtud natural.

Enjugascado, le tiró la mano al negro, quien con un rasgo de belleza lo recompensó, dejando a un lado la espesa madeja de ese y otros tantos días. Sus labios gruesos y encarnados decían mucho.

Aquella rubia crecida de aire inocente, y madre, sentada como si nada, dispuso tanta gallardía en obviarlos que tuvo sus tripas a punto de reventar, sintiendo a cada segundo cómo la falda se le iba encallando más, conforme el nene y el hombre avanzaban a través de la ciudad trazando esa línea infinita al tiempo que las piernas se le arañaban, el peinado se le fragmentaba, las uñas se le partían y los tacones se le convertían en botas sucias. Toda una perversa sofisticación, y una rotunda manifestación de la vida. Más ella no tuvo la culpa: la vida de los perdedores ya era bastante complicada.

En otras circunstancias, ya fuera despachando en una tienda, entrando en un baile o sentada a la mesa de café quizás no lo hubiera mirado dos veces, ni el rostro se le hubiera vuelto grotesco a la preciosa mujer con tanta pureza, luciendo pieles en tono mate con leves pátinas oliváceas, de brillos casi verdosos por la ausencia de sol, más bien luz; deformándosele los juanetes, hasta desgastándosele la pulcra elegancia. Pero bastante tenía la dama, habiendo formado parte de bloques de cemento. El eco indescifrable de su educación tenía esas cosas; y un olor agrio y sanguinolento. No obstante, tocaba cambiar, y ya era mucho bajar al suburbano, sentir la repugnancia y, además, no llevar ninguna compañía en plan centinela, sino servirse sola, pretendieran robarle o no. Montones de escombros se había imaginado en sus primeras veces, y que le martilleaban el pecho y la desplomaban en el suelo como a un peso muerto, rasgándole la piel y el apellido.

Su bebé, para quien a esa edad todavía cada día le era completamente nuevo, le iba cargando de sentido. Un peque que no entendía del corte de los trajes, de la anchura de las corbatas, del estilo de los sombreros ni de si los zapatos eran de hechura inglesa. Los jóvenes con gafas e incluso los que llevaban barbas que avejentaban también le llamaban la atención, que no todo era negro o blanco en la urgencia de cada día; tiempo tendría el pequeño para la demencia escolar, y otras.

22
Abr

Matilde y la cárcel que tenía su olor

Como si no supiera caminar, como si no supiera querer, a su edad era poco más que una ladrona de primaveras, lo peor del género humanoDespertaba sola, más los otros con el amor invencible y el fuego de los días. Los echaba tras el repente. Ni un parpadeo vespertino les dejaba. La misma que los azotaba, dentelleaba y palpitaba horas antes. Con todo el poderío de sus besos los acompañaba a la puerta y después era ella la que perdía su forma y las horas en su desnudo solitario.

El primero le duró un minuto profundo, los restantes, a cada cual un poco más; de inicio iba de sobrada; engañaba, hacía cuentas (algunas vergonzosas). Tiempo después, ya no era ni por asomo capaz de quebrar gramática alguna. Se le enmarañaba su cacería. Y con todo, hermoso le era el tiempo que corría como el mar de soledad, necesitada de ello. Tenía su olor hasta la noche, casi que, sintiéndose medio hombre, cada día de esos. Ya fuera de costado, cerrando los ojos, o pidiendo permiso para nacer, que era su mejor pasatiempo. Una hechura alegre de celeste paciencia.

La directora de la cárcel amaba a todos los presos: canallas, sinvergüenzas, matones, hijos de puta, tontos, chulos. Todos, absolutamente todos. Simplemente amaba: vacía, muerta y muda en su incierto destino desdichado. Así conocían la razón de su canto, dándose al dolor de su territorio. Solo cambiaba de celdas y de labios en su desvarío temeroso. Ellos, apenas le susurraban. Ni que les abriera las puertas le pedían, ya fueran los de las piernas flacas, visión doble u ojos que buscaban súbitos tesoros. Se desvestía y los ponía temblorosos. Les tomaba las manos y les tapaba los ojos; y todo con inocencia, nada de luces eléctricas y sí ese incendio distante de la luz indecisa y el crepúsculo convertido en sombra, donde el viento no era el amo de los cabellos y en cuyo hálito se media la andadura.

El eco hacía el resto por entre los barrotes ajenos. Era la hora del dispendio, del aroma perdido. No tocaban sino la piel de cada uno, no mordían sino las mutuas bocas de todos, no miraban sino sus propios ojos; estaban presos de sí. Y si el reposo no les daba reposo, o renegaban, los encadenaba más, desde los pies hasta la frente, cuadrándoles el espinazo con sus breves manos. Una gota de sangre abandonada se quedaba de cada uno, no sin antes fatigarse de mirarse en sus ojos, ancha como para recibirlos y a nadie hacerle espesura, clavándose, hasta con pesada dureza en su castigo del amor.

Una vez con uno se acurrucó de más, a lo más ancho del placer pasmoso. Su marido. Quizás fue tratando de nacer o de morir entre tanta humanidad perdida. Más como a todos, lo condujo a la puerta, soltándose de ese fulgor, viviendo y pereciendo, ni dejándole besar su silencio, áspero y salvaje. Amor o miedo, que no vicio. La puta de la directora era así: casi que una contratada más, para hacerles el mundo más azul y más terrestre, incluso los días por cuando sangraba sangre verdadera. Tanto como los vigilantes, que cada día mataban a uno para tenerlos recogiditos; o los cocineros y sus sopas varias. Pero ella, la puta, es que era muy madre y vengativa, metiéndoselos entre sus piernas; a ellos y al director, quien también se daba a su arrebato repetido oyendo sonar el silencio con la música del espanto que se dejaba notar en la cárcel, justo antes de terminar su jornada y encaminarse a darle las buenas noches a la otra Matilde, su hija.

15
Abr

Las paredes del amor

Hizo de todas las cartas de amor un libro y le puso en la cima de sus besos una pared de ladrillos, para que no hubiera dudas y sí un mañana.

Era alguien tan celoso, que de sus propios sueños no dormía, todo lleno de gozo y del saberse amado.

Ella, en cambio, al ver ese inmenso lecho de distancia de tantísimos ladrillos, se enfureció y cesó de tanta infinitud, sin tiempo ni medida, derribando la pared y malpariendo tantas cartas encuadernadas, que ni pedir auxilio pudieron.

Fue tal la realidad, que el viento hizo que los papeles, hechos añicos, muchos, se forjaran como mariposas ávidamente.

Y por las calles, edificios y campos, pronto hubo afanosas lides, pues cada línea, cada beso, y hasta casi que cada gesto de expresión contenida en los mismos, ensanchaba al mundo, breve, pero mundo que volaba y no paraba de volar, uniendo palabras, ojos, senos, haciendo callar a muchos, y muchas, que desde lejos veían el caer de esos besos que cerraban bocas y abrían pareceres cuales mariposas de ensueño y arrullo.

Simples como un anillo, algunas letras llevaban por silencio, tan lejano y sencillo: Una sonrisa basta. Otras, incluso eran más alegres y directas: Alegre de que no sea cierto y lo contrario, alegre de tenerte. Voces que tocaban, tiritando de azul los astros, en ese ese erial de espinas del besarse tantas veces como ninguna bajo el cielo infinito.

Decir tiene, que también hubo papeles pisoteados, con todas sus letras; más que nada por ahogos varios y por esos impulsos del saberlo todo y el tenerlo todo, por cuando el miedo no te deja vivir ni amar.

Ellos, los autores de las cartas, callados y separados, no gustaban de los días sin trabajo ni de las noches sin sueño, siendo casi nada y casi todo, cada cual, por su lado, cambiando sus destinos con abrupta suavidad como si con ello hicieran el mundo más azul y más terrestre (no debieron estar muy felices cuando el miedo y la risa lo llevaban muy mal).

Más fue tan corto el desamor y tan largo el olvido, que años más tarde, y más allá de todo cuanto habían conocido, un golpe de agua les acercó algunos otros besos desterrados y, con permanencia en el duro orgullo, ella se soltó el pelo, redimida, para leer de la botella parpadeándole los ojos, consustanciales, tan vidriosos como esas notas arrastradas por la espuma y los océanos: A veces, sigo levantando paredes, trozos, entre mis labios y los tuyos…

Con toda solemnidad ella reconoció la letra y el temblar de ese hombre, y hasta la sílaba de plata destrozada con la que firmaba, por confundida que estuviera con las líneas del tiempo. Secreta sed y sangre le recorrió y le restó treinta años, lo menos, creciéndole la primavera. Y quiso rechazarse. Sintió hasta que le tocaba, le respiraba y le sentía. Fue amor, enrollándosele las distancias, la luz y la inmensidad a su cintura. Un amor miserable, pero un amor que cada día siguió amaneciendo a su lado, puro como una ola nocturna; un amor que nació fuera de todas las paredes con las que no supieron vivir.

Y devorados ya de todo, presos de lo vivido y no vivido, hubo de ser uno de esos lectores casuales, de los de las mariposas de ensueño y arrullo, quien los unió para siempre otorgándoles la misma tierra: desnuda, incierta, sola, escondida en la hermosura de tantísima cama. Sobre su lecho encadenado, se podía leer lapidariamente: Alegre de que no sea cierto y lo contrario, alegre de tenerte. Dando otra vez con el castigo del amor y la pesada dureza de sagrada ceniza, ya sí, enladrillados ambos y, diciéndose bajito, pareciendo saber mucho más de la muerte que de la vida, o viceversa: “Que el miedo no te deje vivir, cariño”. 

8
Abr

Celdas abarrotadas de hombres sucios

Después de pasar casi dos años en celdas abarrotadas de hombres sucios, durmiendo con las piernas encogidas, áspera y sin ni poder distinguir límite alguno a la moral de tantos, sumaba meses y restaba semanas tal que una diosa rubia de la abundancia.

Sin sobresalto, cada día, al quedarse sola su repentina condición le pedía echarse al suelo y sin pretender reconocer cara alguna de aquellos dos o veinte años, mimetizarse e ir dejando a un lado aquel tono cetrino asociado a la peor enfermedad.

Pasar de ser mercancía robada a todo un beneficio razonable tenía esas cosas. Convencer al carcelero fue lo más dantesco que se le pasó por la cabeza, y su puerta trasera. Dos años, veinte o doscientos le tocaría vivir junto a él, y luego sería libre de veras.

Su agonía muda era capaz de digerir piedras en ayunas, después de todo, por aquello de ir con todo al aire y la boca tapada. Llorar veinte minutos en un grado supremo de expresión de la más humano, y sentir el sol, el viento, la lluvia y el polvo no era una extraña coincidencia, ni una recompensa, sino los primeros años… los años de las decisiones… los años del conocimiento. Y todo lo hacía por su hija, la que quería ser domadora de dragones, llena de verdad. 

1
Abr

Parecía quererle, más que a sí misma

Parecía quererle, más que a sí misma. Si bien,

en las últimas esquinas de sus pechos dormidos

el valor dejaba paso al miedo de otras oraciones.

Un horizonte de perros ladrando quiso interrumpirlo, pero no,

relumbraba el querer, cuadrada y blanca la noche, en ella.

Siete gritos, siete sangres, y siete dobles quebraderos tenía ese,

el de la casada infiel, en su mar de juramentos almidonados.

En fin, agudo norte que ni de aire rizado. Amor de escalofrío, y alcoba de silencios.

Turbias huellas lejanas, y presentes yemas de soledad esquiva: breves sueños indecisos.

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