septiembre 2021

30
Sep

La otra chica de la curva

-Señor Griffin, soy Mary McCarthy. Mary hay muchas, muchísimas. Por favor -le corrigió, para acto seguido no quedarse ahí parada viviendo del aire. -Sí, es la hora. No, mejor dicho -rectificó inocentemente- señor Griffin. Que sí, que ya es la hora de cerrar. Solo debo decirle que es la hora de cerrar.

Él se miró el reloj bajo la atenta compañía de esa mujercita, y el haber estado absorto o el hecho de estar medio soñoliento u ocupado hizo el resto. –La necesidad de trabajar sin cobrar no es buena ¿verdad?

-Me dicen que solo abra o cierre, que cobro por abrir o cerrar, siempre. No más. Sin expectativas.

-Mary McCarthy -se fue levantando el señor Griffin, y comprobando que estaban solos donde horas antes había varias personas de todo tipo y condición, leyendo y consultando-, seguro que eres una mujer lista, estoy seguro de ello- e hizo un gesto de asentimiento.

-Yo abrazaba a mi gato. Se lamía la piel como un buen animal -añadió esa, la de los dedos inflamados.

-Yo tengo un gato. Garlan. Tiene el vientre liso para lo que come el bicho, y el cielo de amor adolescente.

-No entiendo eso último señor Griffin -dijo con la inexpresada idea- pero sí, sin una buena persona contigo tus posibilidades se reducen. Eso me decía mi madre.

Extracto del libro Mary McCarthy

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A quienes tienen el horizonte en una línea…

23
Sep

A ella le gustaba elegirle la ropa

Más allá de la evolución en lo formal, a ella le gustaba elegirle la ropa. Con todo el cariño del mundo no quería que le malinterpretara, pero manejaba las imágenes, todas, y sabía de esa belleza terrible, evocadora, oscura y hasta melancólica de una mala combinación en el asueto. Eligiéndosela ella, nada malo podría pasarle. Y a su modo sabía expresar bien lo que quería decir.

Él, con voz quebrada se tambaleaba perdido en el abismo del desamparo, apenas apartándose un paso de su madre.

Y ese fue el único cambio para alguien con el paso lento, los ojos fríos y la boca muda, dejándose llevar, perdiendo la mirada distraídamente; alguien que sabía definir las cosas con una sola palabra. De tristeza leve, pero bien vestido. Más el capricho del beso dado.  

En otros órdenes, ni el granito más firme podía con las cenizas, humos y rescoldos de la tremenda lava que corría lentamente en su torrente isleño, hasta ensanchando la mar, encrespándolo todo. Gentes que de amor se estaban muriendo, pero que no podían amar al perderlo todo, ni resistiéndose al consumo del fuego o a la virtud celeste del espectáculo y esa honda amargura.

Era el momento de perder la mirada, distraídamente, perderla para toda esa gente, y no pensar que las frágiles barcas también se pudieran ahogar quemadas, sintiendo el olvido perenne del mar.

Otros que habían aprendido a expresarse con una sola palabra, erguidos, entre el cielo y la playa. Silenciosas mujeres apuntaban a todas esas almas encerradas, con antojos, mujeres que en la sombra lloraban, porque algo habrían de hacer, nunca vencidas, con mordiente, abriendo la jaula porque querían escapar.

Caprichosos azares, con el mismo valor tal que estuvieran en el campo de batalla; mujeres y naturalezas demasiado poderosas como para no ceder ante ellas, aunque solo fuera para una tarde divina en octubre.

16
Sep

Quizás el último grado de perversidad: maneras de estar vivo

Pareciera que sabía lo que quería, y lo quería lo suficiente; o, todo lo contrario.

Tiempo atrás habría sido aquel de prestas sábanas terrosas y el edredón escardado, más la humildad o la compleja realidad y soberbia lo dejó agrisado e igual, asomándole un pedazo de cielo, solo asomándole, nulo o malamente, para acabar empapándose del vaho grisáceo de las ventanas y los libros aventando el olvido en cualquier páramo tras quedársele atrás la edad de los coches y las muñecas.

De hecho, le salía un cansado soplido recordando cuando antaño su respirar no fue de acero, y sí convencional, compartiendo la vida desapacible, con ese aspecto tan suyo: muy propio del último grado de perversidad.

Y sí, en un tiempo pudiera haber sido de mentiras compasivas; pero ya no, aunque los demás hablaran sobre él en susurros o gestos como si se hubiera desatado un incendio o la noche se les acercase como un entierro nada más verlo y tenerlo cerca, hasta necesitando dosis de refuerzo, porque daba miedo, o repugnaba en según qué casos y personas.

Lo que pocos transeúntes sabían es que trabajaba de bombero, o de policía, quizás como enfermero de urgencias o cirujano cardiotorácico. Sí, ese, el de aspecto ultramoderno y todas esas concatenaciones de divanes y chaflanes, opinando, sobre el de la chaqueta negra, vaquero negro, camiseta negra y cresta teñida, todo muy fluido y muy desestructurado, conectando su locura con la del resto del mundo.

Otros, ante esa tristeza, porque así lo veían, solo estaban o entendían que no cabía decir nada. Lo más, miraban con desaprobación.

El derecho a disentir era eso: una suerte de canon de maneras de estar vivo.

Pero, ¿por qué había gente que se alarmaba por ello y no porque hubiera vacas lecheras con tratamiento de alteza real en un mundo pandémico y de hambrunas?, por ejemplo. O que, hubiera quienes se preocupaban porque ciertos tonos del alumbrado público estropeaban el cutis ante las instantáneas… Quizás, mejor pensar que ese robaba de vez en cuando en los almacenes, que era la censura que se notaba en las expresiones de muchos ojos. En fin, que los neoyorquinos nunca sabían quiénes eran sus vecinos; viendo las comadronas, pasado, solo pasado.  

 Y bueno, estaba Europa, la Vieja Europa: otra que renegaba mezquinamente, con o sin razón, más preocupada con unir Berlín y París por un tren de alta velocidad en poco más de una hora, por ejemplo, que, en hacer servir las leyes para la injusticia, como ya dijo Voltaire, encontrando una forma de conseguirlo.

Círculos de música sorda en el desorden de todos los sentidos en ese mundo tan repugnantemente moderno, con incendios de sexta generación y lo que no eran incendios.

No obstante, no todo eran falsos modestos; los había de excelentes modales y los que estaban totalmente libres de arrogancia, con unas pintas u otras… pero había tantos sitios del mundo, y personas: ¡pobrecitos míos! Ni emperadores ni ciudadanos. Terminaré siendo un jardinero, como aquel de la película esa (creo que era una de las de El Padrino), que regentaba una organización mafiosa mientras cuidaba de sus rosales, y era respetado por todos.

9
Sep

Donde el tiempo no dejaba de correr

A nadie le sorprendió su lápida hacia el desolante y sombrío río en el que acabó brumosa y apagada, donde tuvo su compás de violines por donde el tiempo no dejaba de correr; y hasta le soltaron su canario, que sin odio se dio a volar, pequeñito, buscándola a veces por entre la jaula sin ni llegar a escaparse del todo, ni vedado ni reprimido, pareciendo alto, soberbio y perfecto, como una vez la conoció.

Otro al que llegó a molestarle la falta de calor en el elogio. Otro que sabía leer, escribir y calcular con la regla de tres, en ese lugar donde todo merecimiento parecía un oficio golfo y mal pagado.

Ahora bien, ya estaban en su bello verano viejo, haciéndole compañía a la muñequita, aquella peque de juguete que enterraron con un agujero en la frente cuando les faltó claridad en el fondo de los ojos, sincerándose francos: “A veces es mejor tener paz que tener razón: descansa guapa”.

Otra habitante precavida que nació pronto toda vez que se percató de la aurora de ese lugar. Otra ciudadana cabal, piase o no, aun estando muerta en vida, que siempre le daba los besos de buenas noches, sabiendo buscar entre las lápidas.

Un cementerio donde el tiempo no dejaba de correr, habitando desde el más alto al más bajo, personas, juguetes y animales. Y donde las pasiones carnales no se limitaban al sexo; también, donde había una reina que perdió la cabeza por un simple peón. Y por supuesto, donde los mejores perros de caza temían a los disparos, sobre todo al verlos allí, reunidos, sin ni llegar a saber quién era el más antiguo, vivos o muertos, cuyas sombras se cobijaban por entre los buenos deseos, la golfería y los muchos disparates, ante la impunidad y la arrogancia de quien vulneraba esas leyes: el jardinero.

Alguien de espíritu conciliador que no terminaba de hacerse con ese infinito, además muy invasivo, que reprimía sus cantos de libertad con disparos al aire, salivazos y arrestos, no parando de gritar: ¡Es imposible que Dios os escuche! ¡Callaros! Y de hacer y tapar hoyos, día sí, día también, porque a los muy cabrones les gustaba tomar el sol, algo inexplicable si estaban muertos, tanto como el sonido apenas perceptible del paso sigiloso de los gatos, que defendían celosamente su gran soledad, apacibles e inmóviles, demasiado sabios como para perder el tiempo con imposibles.

2
Sep

Razón y piel, difícil mezcla

Al salir de palacio, los Reyes y demás invitados al banquete arrojaron sobre los recién casados una lluvia de pétalos de rosa. Algunos de los cuales recorrieron esas calles, recovecos y escaleras por donde esos dos jovencitos iban al colegio dándoles igual todas las conmemoraciones, definiendo su atrevimiento.

Estaría por ver si cuando cumplieran setenta y tres años, hubieran formalizado o no su unión legendaria, aguardarían curiosidades y anécdotas, como ese su drama del día: que a la cría no le subía la cremallera de su chaqueta, ayudándole el jovencito, todo un galán; o que le colocase la chaqueta.

Ese era su vestido. Su cielo gris y húmedo. El gran secreto del día. El velo de seda que les dejaría la cara libre. Su diadema de perlas y diamantes.

La nena, en la mano no llevaba un ramo de orquídeas blancas, ni zapatos de satín blanco de suela gruesa y altos tacones, sujetos al empeine con una tira de plata adornada con perlas. Eran ellos.

Vestían su uniforme de guerra de la Marina británica. Es lo que les había contado su abuelo la tarde de antes, a raíz de una espada por la que le preguntaron. Posiblemente, el que sería su padrino, de finalmente llegar a casarse, con o sin condecoraciones. Alguien de tez blanca y ojos claros, pelo oscuro y ancha sonrisa feliz.

La misma crónica que ellos contarían al resto de sus amigos, o que guardarían para sí, entrañablemente, dispuestos a guardar sitio durante toda la noche, llevándose mantas y cestos de comida, para presenciar otra historia más, por cuando le autorizaran sus madres, mujeres a las que habrían de tratar como “alteza real”, para que ese teniente de justicia, anciano, les siguiera llenando de todos esos actos tan íntimos y propios.

Gentes que necesitaban escuchar aquellas voces. Y así, todos, serían un poco testigos y un poco padrinos. Máxime, cuando el muchacho, dócilmente, compartió su otra ocurrencia, ayudando a su querida princesita con su lluvia de pétalos rosas haciéndolo todo muy fácil. A ella, con la que compartía sus valores y se hacía crecer, aunque no entendiese el juego de las horquillas.

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