noviembre 2020

26
Nov

La desgracia de ser una reina

No era fácil ser reina cada día. Cada tarde, la necesidad de mirar donde pisaban para no romperse una pierna antes de tiempo ralentizaba su marcha, pero lo hacían como nadie, y eso que cualquier movimiento les causaba dolor y placer.

Mitad niñas, mitad mujeres, podían ser un símbolo, un icono, mostrando muchas veces el camino al éxito, esforzándose más allá de sus errores y sus defectos, como con hilos transparentes en ese idílica y revolucionaria juventud y madurez.

Eran deportistas de élite y bailarinas sumamente queridas, muy rivales y al tiempo compañeras de vestuario. Seguían escrupulosamente las instrucciones, humanas y laborales. Difícilmente habría personas más perfeccionistas y cumplidoras que ellas, suturadas a eso de ser más que doncellas sin discusión.

La inquietud les quitaba el hambre y les cerraba las heridas cual nieve en primavera, armonizándolas en su mar de fertilidad. 

Y por adultas, guardaban los lápices de colores en el escritorio, con esos capuchones de tapa y estuche nunca mejor vistos, recordando lo que fueron y eran, junto a la laca negra y toda la retahíla del estar perfectas junto a los tutús, las plumas clásicas y las bailarinas. Justo al lado de ese olor de conjuro íntimo para que todo les saliera bien, siquiera piedad.

No bailaban por solidaridad o cariño, y la culpa no era suya. Sus vidas siempre fueron una apuesta descabellada sin futuro. Ninguna podría ser bailarina para siempre, ni reina, por más que su figura y personalidad así lo aceptasen, esa y no otra era parte de la risueña rotundidad con la que se negaban a aceptar lo que sabían, porque jamás se podrían rendir ni buscar otras voces donde atrincherarse (eso era cosa de chicos, reyes o guerreros y la chispa de la codicia).

Lo normal les era seguir haciendo las cosas que les hacían importantes con la tranquilidad o intranquilidad de siempre, caminando y asumiendo su propio riesgo como la primera vez, limando las aristas del aire, allanando su indignación y templando ese aire pestilente de la espesa y fría envidia que no les privaba del consuelo del grito interior de sus lágrimas. 

No pocas ciudades las envidiaban, tierras y poblaciones liberadas: ciudadanas de segunda, primerizas siempre

19
Nov

La ley tenía poco que decir

Hablaba de viejos amigos que no eran lo que parecían. De traidores cuyos motivos había empezado a comprender. Había buscado su olor en el de todas las mujeres con las que se había cruzado. Sabía todo sobre el límite de la longevidad humana. Y también escuchó: “donde haya luz, y prométeme que no me volverás a preguntar nada”.

Así fue como sucedió todo: sus vestidos envejecieron, yendo juntos a alguna parte. La ley tenía poco que decir.

12
Nov

Pájaros con vértigo: el Titerero

Érase una vez un pájaro de los que tenía vértigo; de los que gustaba contar cosas que abajo había visto, cuya verdad ni admitía réplica ni disputa.

Un pájaro que se agarraba con tanta fuerza a las ramas que pareciera no tener patas en los pies sino garfios. Y miraba distraído por atento inaugurando soles y lunas, o agostándolas. Su color no era el del Diablo. De panza bien peinada, al igual que el resto del plumaje, hacia derecha o izquierda tenía buen ver.

Respondía gentil y cantaba gallardo al ajeno conocimiento del verdadero Dios cuando se le nombraba. Lo que no hacía era volar, sabiendo aposentar ese odio visceral por entre los ojos, no desalentando nunca en su oficio de caminante.

Pero un día se encontró con el sentimiento humano y para evitar una pedrada o un tiro de artillería callaron todos, tirios y troyanos. Desde entonces nunca más se supo de la graciosa aventura del Titerero (que era como se llamaba), con otras cosas en verdad harto buenas, echando a volar.

Las ramas donde paró, eso sí, se quedaron con los dientes de fiera, marcados por su patente. Los ladridos de los perros y el son de las bocinas fue lo que vieron por las mirillas, algunos curiosos de más: ramas solas, apagadas, disfrazadas de lo precario, que alguna vez los cuidaron tan bien.

Volvieron los estruendos, los gritos y las vociferadas de poca altura, una bizarría de buen talle y suceso, pero bizarría, al fin y al cabo. Es más, intentaron imitar lo cómico y simple a lo profundo de la ignorancia conformando a otro pájaro. Pero no, Titerero se marchó con todo su vértigo. La Luna, en su caminar despacio, congelada desde ese momento donde todo fue nada, intentó seguir dando la vuelta al mundo mal que bien. Y el Sol a lo suyo, arrugado y acomodando los anteojos de muchos; rostros distorsionados por el disgusto, algunos.

Y tanto se pusieron a buscar y a echarle de menos que se olvidaron de su hijo, que permaneció en total calma, esperándolo también. Ese, mudo, amorosamente peinó su cabello hasta que se le hizo gris, tal y como le había enseñado su padre, e intentó lavarse las manchas en profundo silencio. Jamás dijo, ni remotamente avergonzado, que alguien lo disfrutó en una deliciosa y penosa cena. Prefirió siempre mantener la esperanza para con su padre, y refrendar que por muchos que probaron ninguno canturreó como él, Titerero, detrás de la simplicidad y la fluidez, cayéndose escondido mientras sonreía, otro que apenas pudo volar, navegando sonámbulo entre agónicas nubes, anidando en caricias desnudas, sumido en el abismo de la noche, enhebrando silencios de temores dormidos y rompiendo alientos por cuando los gélidos suspiros le escuchaban, pues ávido de besos que nunca más se dieron lo imitó, mutando a todos los otros que no le llegaban ni a la altura de las plumas más bajas -o al contrapelo- esquivando a los de las mascarillas e idiotas cabales que pretendían pintarse una cálida brisa de aire macilento en su estómago y ego con ese receloso pájaro bajo el manto sigiloso del universo andado, inclusive desgarrándose los puños de la impotencia que sentían, pero aferrándose con brío a esa voz del consuelo que apenas notaban buscando el alivio y el reto en la rima del silencio.

Creo que si mirásemos al cielo acabaríamos por tener alas”, fue lo último que también supo decir a su hijo, sacrificando su vida.

 

8
Nov

Es otoño

Es otoño,

donde los pájaros son seres del presente,

con todo ese flujo de emotividad considerable,

y ese canturrear o latidos que los hace eternos.

Las frases se entrecortan, no hay emperatrices del mañana,

los niños arrugan la nariz, los perros buscan refugio, nada es concreto.

Es otoño.

Cualquiera espía por la ventana, faltan paseos, fervores;

hay culpabilidades adúlteras. También surgen los acuarios,

y los dientes de las maestras se sujetan mejor que los nombres de las calles.

Es otoño.

Se musita mucho, por pasillos, los pájaros; en ratos.

Esa marioneta atascada en las demás estaciones,

cual dolor de muelas.

 

5
Nov

Amores y correspondencias -La importancia de verse-

Como el amor, matar era tomado como algo demasiado serio, verdadero, demasiado civilizado y sumamente desapasionado para ser cierto en otros lares. Pero tampoco eran temerarios, se trataba de gentes que procuraban mantener sus convicciones para mantener sus estilos de vida, siempre desarrollando una profunda agresividad contra quienes los rodeaban.

Roma y Pekín abogaban por un pacifismo transigente, reflejando sin paliativos todos los horrores de la guerra si fuera preciso. Los veinticinco poemas de la obra del Doctor Zhivago hubo un tiempo que estuvieron sumidos a los yacimientos arqueológicos y las catacumbas, no para exponerlos en otros claustros.

Otras similitudes entre ese occidente napolitano y el oriente chino se producían con la poca o nula importancia que tenían los índices de sentimiento económico, la confianza industrial o los datos de parados. En una parte del mundo y en la otra porque había un exceso de prevención y porque todo lo que necesitaban cabía en una maleta.

Latinos o chinos, la vida les era solo la muerte aplazada y la felicidad la ausencia de dolor, donde de vez en cuando se aprendía algo y se olvidaban días enteros, pensando pocas veces en lo que tenían, y sí en lo que les faltaba. En rarezas también coincidían, algunos de esos italianos se fueron en medio del confinamiento a ofrecer manzanas a los osos, por la cara sur de los Apeninos. La excusa era aportarles calorías extras a esos osos pardos marcianos. La Italia pompeyana se interconectaba y se manejaba en todas las economías conductuales.

Los que se fueron no eran vecinos al uso, sino personas que soportaban mucho peor el placer que el dolor si lo obtenían en las mismas dosis, y que bebían continuamente café con limón. Antaño fueron aliados de los Donzelli. Se ocuparon de la isla de las orgías, asquerosamente ricos. Ahondar en las pirámides de abusos, pedofilia y tráfico de menores tejía multitudes. Algunas intentaron escapar a nado de la isla, donde esos financieros, algunos lord y barones, violaban adineradamente.

Por el contrario, en Nueva York se cumplían los sueños de estudiar moda para algunas, y donde, en parte, encontrabas a esos filántropos. Personas que las recibían en camillas de masajes y que cuanto más daño les hacían más disfrutaban. “Era como estar en una mesa de operaciones y no poder hacer nada”, relató una superviviente. Niñas de quince años a las que controlaban su ingesta de alimentos, su salud y su vestimenta. Con dos rodajas de pepino y un tomate tuvieron a algunas, muchos días. No solo en Nueva York, Sudáfrica o Gran Bretaña.

La importancia de verseDisponible

(Y viva otro amor por correspondencia)

1
Nov

Literaturas fronterizas… para todos esos días

Literaturas fronterizas... para todos esos días

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