abril 2023

27
Abr

El imperio de los sentidos

Y al día siguiente no murió nadie.

PEBELTOR

21
Abr

La luz que somos

En un mundo basado en la tecnología, de una manera paradójica, las normas del amor y el uso de esa utilización del día a día del romanticismo volvía a hacerle ver que otro mundo era necesario.

Ese otro mundo en el que había un interior. Un interior lleno de recuerdos, quietos, encerrados en caricias, besos y tiempos. Sin más resultados. Solo siendo la forma de su vida. De ella.

No le pedía que le amase siempre así, solo que recordase. Que en algún lugar dentro de ella siempre estaría la persona que fueron y que podrían seguir siendo. Que todo ser humano habría de ver más lejos, y que cerrase los ojos en esa belleza. Que volviese al sueño de vivir, ahuyentando el miedo, las tinieblas y el desorden.

Ciegos de dolor, a veces, sí. Y locos, o tontos. Donde una noche le masajeaba y al otro le lloraba. Habiendo cosas que solo ellos se habían dicho, viviendo con amor y las formas del querer, venciendo al temor de un mal futuro y el recuerdo de un mal pasado.

Porque todos necesitaban recuerdos para saber quiénes eran, y no solo el tiempo escribía en la piel. Más la confianza de los libros, tanto como que el mundo no habitaba dentro de uno solo; únicos testigos y lugares adonde no llegaba el recuerdo vivo.

¡Cuánto costaba ver lo obvio! Ese amor suyo que no se parecía a nada. Actos de amor, o no, solo saliendo de su soledad para acompañar a la de ella, dejando de esperar que el mundo cambiase, y mirando de frente.

De esos hombres que dicen amor como si hablaran de su miedo a una soledad insoportable,

habiendo mujeres que querían creerles. 

20
Abr

Caprichos del destino

Y resultó que la vida era eso: un gesto, una palabra, un recuerdo, una acción, el detalle. O lo caro del quererse, o la literalidad del amor.

Quizás debió habérselo preguntado Jacinto al peluquero. Porque Jacinta ni fue capaz de decirle que ya no había relación. Tuvo que ser a distancia, con un aparato llamado teléfono, cuando adivinó o hubo de entender que todo el resquemor, la cizaña, aquel embarcadero, una estufa, el tatami, y hasta un alcornoque quedaron reducidos al destino de si acaso cruzarse. Y encima con miedo, porque Jacinta no quería tener problemas.

Como un cielo le sentó a él. Enterito. A ese que creía que la ruta pasaba por el hombre, y la mujer, o viceversa, y de ahí al destino. Y no era especulación ni conjetura. A Jacinta le faltó decirle, mezclando la voluntad o lo voluntarioso del quererse: O eres pacifista como yo o te parto la cara”. Un cielo que se le cayó del todo. Porque o se quería como ella o no se quería.

Jacinto le preguntó por los amores desiguales, que, si conocía a alguien que siempre hubiera estado enamorado de su pareja en el devenir de los tiempos y de cada día, de cada hora, de cada minuto y de cada segundo juntos y separados, cosa que no se puso en duda por parte de ella. Le preguntó concretamente por uno, muy claro, el primero que le salió. Así, sin pensarlo, quizás no hubiera sido el ejemplo más favorecedor para él, pero también valía. Solo que no hubo campo más propicio para la humillación y la desazón que el amor entendido tal y como ella lo sentía, que ni reduciéndolo a prestamista de última instancia. 

Pero sí, la vida era eso. Amar para dejar de amar; dejar de amar para empezar a amar a otros o para quedarse solos, por un rato o para siempre. Ese era el dogma. Familias muy juntas, que no unidas. En soledad… Alguien vulgar podría haber reducido toda la relación de Jacinto y Jacinta a que cuando se les acabó el glamour solo quedaban las habitaciones de hotel y los aeropuertos. Y ni eso. Ni él ni ella llegaron jamás a meter las cosas bajo la cama a patadas de esposa o de marido.

En palabras del día a día la memoria siempre ayudaría a olvidar, otra cosa es quisieran y pudieran. ¿Cuántas veces volverían a saborear un café que les pudiera saber a ventana desde donde verse, hornear un hojaldre del mejor rincón que compartir, o un bizcocho de tantos cocinados cual beso? Si bien, ninguno lloró con todos sus ojos.

Que la gente debía morir en su cama, los dos podrían haberlo compartido; más el borrón y la sonrisa nueva ya estaba puesta. Un día antes, y sin saberlo ni dirigirse expresamente a Jacinto, el peluquero comentó en sus haberes a otro cliente que había que ser metódico en todo. Y ejemplos puso, muchos. Todos los oyó el tonto de Jacinto sentado en otra butaca de la peluquería, sin darle mayor importancia. En un mundo perfecto no se hubieran conocido Jacinto y el peluquero; ni tampoco él y ella, la de los caprichos del destino. La que le decía, una y otra vez, que le quería, hasta que dejó de quererle tanto que zanjó la relación por su cuenta y riesgo sin ni llegar a decírselo, dándolo por hecho hasta que él llamó y se dio por enterado. Porque Jacinto era de esos hombres tontos. Que cuando estaba, estaba, bien o mal (no por ella), pero que estaba a su modo. Un hombre no podía ser otra cosa que lo que hiciera de sí mismo, a fin de cuentas.

Costaba creer que días antes ese mismo le hubiera propuesto mirar algo para irse unos días juntos, de vacaciones. A lo que ella le respondió que lo mirarían juntos, como si todo, como si nada. Y que el amor fuese cariño, confianza y sabiduría, como si nadie. Deseo y total similitud. Respeto y aprecio. Amor de vivo afecto y de desearle lo mejor a la otra persona.

Amor de no tenerlo, más bien, llegados a esa voluntad superior. Amor de haberse acabado, pareciera. O del tener que acabarse y seguir cada cual su camino, destino y caprichos. Amor a secas. De nada, de nadie. Comodidad y lejanía.      

Y así se quedaron: desnudos. Pues ellos siempre fueron de donde quisieron ser, y pertenecer a quienes desearon pertenecer; otra cosa es que no supieran ser lo que querían, ni cómo hacerlo. Usureros y herejes, posiblemente, creyendo que el placer más intenso y más puro, exaltante, residía en la contemplación de lo bello. Los mismos que mientras se quisieron se entendieron sin la necesidad de las palabras. Quererse de quererse, no de quererse y no estar. Porque Jacinto, llegado el momento en el que debiera haber usado palabras para retenerla, no quiso o no pudo, tonto y harto de la literalidad del amor o lo caro del quererse. Ella, con su borrón y sonrisa nueva, de esas que se pintaban (como si con ello se consiguiera la intensa elevación del alma y los días). Quién sabe si a la espera de que un hombre maduro la fuera a elegir y aceptar como la mejor entre muchas mujeres, alta o bajita, de piel blanca o morena, gordita o delgadita, tuviera estrías o marcas, etc.      

Al que se muera en domingo deberían meterlo en la cárcel, faltó ponerle a la firma Jacinta a su querido; y que el Mediterráneo era un mar de pobres. Cosa que no hizo, por buena, pero doler, dolía, caprichos del destino.

 

 

17
Abr

Estar al otro lado de la guerra

Dicen que somos una sociedad en la que se ha perdido la experiencia del llanto. Llanto como algo necesario y reparador, no como elemento vulgar y soez para captar la atención y seguir desmereciendo a los restantes.

Antiguamente, sí era algo notable y casi que enriquecedor (además de estremecedor) ese amor constante más allá de la muerte. Francisco de Quevedo supo expresarlo en verso:

su cuerpo dejará, no su cuidado;

serán ceniza, mas tendrá sentido;

polvo serán, mas polvo enamorado.

Y pareciera que no mirar a los ojos de la gente ha dejado de ser una falta de respeto pasando a ser algo más que una moda. Al igual que despedirse educada y sentidamente. Queda antiguo aquello del “saludos cordiales”, y muy de mayor, o serio y distante. Desearse “salud” pudiera tener un componente político para quienes buscan más allá de lo usual y conciliador del término. Darse un “beso” puede llevarte a la cárcel o lo que es peor, quedarte fuera (en el mundo libre en el que vivimos) y ser estigmatizado. Pero llorar, lo que es llorar, no tiene encaje. Se ha olvidado, o lo hemos denostado.

Siendo un adolescente, y estando ya bien crecido, mi timidez y ese cabreo que tenía con todo lo existente me empobrecía de más con un comportamiento que rayaba lo introvertido si no me encontraba en un ambiente favorable o no se sabe qué. Eso era fruto de mi desconocimiento, y porque mi personalidad aún no estaba forjada. También de la educación y el entorno, en el que muchas veces por querer o pretender algo se conseguía todo lo contrario. Pero no culpo a nadie de aquello, uno es lo que tiene que ser pasado un tiempo.  

En cambio, y ya como escritor, se observan los saludos, las despedidas y todos esos atajos invisibles entre la realidad, la ficción, la historia y los mitos y se incide más si cabe en la experiencia del llanto olvidado. Escribir no es dejar la mente en blanco, es la misma miseria moral, económica y vital que vivir, por eso mismo uno nunca debería curarse de sus pasiones ni renegar de lo que ha sido. Escribir es como el pan negro. Algo que unos lo toman como si fuera blanco, y otros que ni se atreven a tocarlo. A todos: polvo serán, mas polvo enamorado.

Y vivir te hace “no olvidar” que en el mundo existen hoy en día más de treinta conflictos de alta intensidad, además de otros muchos, cientos, con igual fin. Vivir en sí mismo es un conflicto social, un fenómeno motor, una reacción… Cuesta creer que sumando experiencias perdamos el llanto como algo necesario y reparador. ¿Qué tendrá nuestra educación que algo o mucho falla, o falló? ¿Acaso no leímos, o nos leyeron, suficientes cuentos o historietas de niños… y de mayores?

15
Abr

Escribir y el sexo de las embarazadas

Podía conocer las reglas y aun así equivocarse. Eso le sucedió a este escritor. No quería presumir de libro, en absoluto, solo escribir, como que de espaldas a la carretera, sentado en el pretil bajo la lucecita de una cerilla con el gesto varonil y una repentina ternura, más el cielo quieto, casi que tiznado de carbón, bajando la noche para inundarlo todo.

También vivía en una buhardilla, ese que iba poco al cine. Y salía sin salir con alguien, que estaba de muy buen ver pero que no le enamoraba, ni cuando anduvo mirándola con aire sofocante y, en otros, artificial. Una mujer dispuesta a serlo todo, de las que preferían besos bruscos e inexpertos a falta de ningunos otros, y de las que se dejaban besar una y otra vez estando dormida.

Quizás por el aspecto abatido, quizás por no besar ni el ser un transeúnte o el vivir sin criada, las palabras hormigueantes no dejaban de salirle, directas a las páginas. Unas tras otras, como que algo casual. Y no había manera de parar. Palabras que sumadas hablaban de esos semidioses y el gran hotel de Rota: la Base Naval erigida en tal lugar, y los apartamentos contiguos y separados, y su gente, el amor y las barracas o las casas que trascalaban unas calles con otras a falta de ninguna.

Párrafos que se escribieron con total sinceridad y a disgusto consigo mismo. En su mayoría hacia la noche, que era cuando manejaba mejor las reglas, y también se sentía más joven y guapo, raramente. El que ni siquiera daba las buenas noches o buscaba callejuelas con esa, la del saber coser y el lugar y tiempo muy concreto, de una capital y su pedanía, y un modo de vivir que pudiera darse en cualquier parte y ni ellos supieron.

La novela El sexo de las embarazadas fue el lugar desde donde observar el mundo sin obviar el ámbito doméstico. Algo aparentemente irreal, desligado de todo cuanto conocía. Textos decentes ligados a lo más disparatado, y mujeres capaces de hacer lo que les pidieran, sobre todo las lisiadas (hasta con la espalda mordida) y las hermanas mayores, aunque bien podrían haber estudiado Ciencias Naturales, y no esas cosas, para muchos, barbaridades.

Subir los escalones de dos en dos no le ahogaba; ni uno más, de tres en tres, que ya costaban. Intentó en vano hacer confidencias, como si estuviera ennoviado. Y la invitó; pero no. Sus arbitrariedades desconcertaban, dentro de los afectos y la breve historia, apenas de unos instantes. Echaba en falta tener días locos de entusiasmo, preferir quedarse a comer y a cenar, hasta enfadarse e irse del cuarto. Su casa no era su casa, aún pervivía con la sensación de provisionalidad, tal que todo fuera un examen trimestral y el pretexto del ganarse la vida, haciéndosele la ciudad y su oficio tremendamente aburrido.

Ella y las palabras escritas le hubieran seguido. La primera por insensata. Los textos, porque iban siempre con él, residiendo en la pensión de su cabecita, animadoras y fulanas, directas y sinceras.  

En el bar de la estación pidió un café solo, y allí terminó el libro, bajándose del andén. Un andén casi desierto, del que sonó una campana y el tren arrancó. Entonces ese se bajó y dejó las páginas aprisa, echadas a correr, porque el tren rebasaba la estación sin dejar de mirarle, cayéndosele las lágrimas, sonando los hierros del tren sobre las vías cruzadas, no distinguiéndose ni una catedral; apenas unos vencejos altos, altísimos. Que de largo le dejaron en su ser, ya sin el juego de la vida: huérfano de todo.

Solo los mejores supieron convertir sus peores fallos en sus mejores aciertos… él no fue uno de ellos. 

13
Abr

Los que tienen prisa, tropiezan

Berta, en su alegría y desvelo, le hizo viajar a lugares no para conocerlos, sino para confirmarlos. Sin prisa febril. Simplemente perfectos. Más estando en la cama con el hombre inapropiado en esos desnudos de disparate y esos malos tiempos para el país, queriéndose como leones, con imperdonables mordiscos y ese sonido de la alfombra urdida por la música del hogar, olvidándose por unas horas dónde estaban y quiénes eran.

La importancia de verse

El agua, cuando viene,

viene con las escrituras que son suyas.

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