mayo 2024

16
May

Dos sillas, una mesa, nadie

Guardado quedaba lo que fueron el uno para el otro, más allá de lo visible de dos sillas, una mesa y todo cuanto movió el amor y empujó el primer café al que ella le invitó.

Antes de abrir los ojos a la vida, sus retinas ya se estimularon buscándose a la luz en plena oscuridad del café, reconociéndose sin saber si vivirían mucho o poco juntos.

Nadie quedaba, o todo, de aquella primera vez. Y eso que no pudieron haber nacido en una época mejor que esa, en la que todo de antemano estuvo perdido. Si bien, para su guerra sólo servían sus armas, y para su lucha sólo servía su paz. Un puente de hierro se había forjado. Y ninguno volvería a caer en el error de tal amargor. Ninguno buscó el perdón social. Eso también era de cobardes, cual auge y caída.

Ella siempre creyó saber más del amor que nadie, y se centró en sus propios intereses.

Al final resultó una gran experiencia, sobre todo por trabajar el amor con alguien que trató de ser honesto, aunque ser completamente honesto fuese una tarea muy difícil para cualquiera. Lo que se vendía era el resultado de esa experiencia, ese momento mágico. A veces, claro, no había magia ninguna. Y todo quedaba en eso: dos sillas, una mesa, nadie. Ni un mísero café de despedida, cuando se temía más a los vivos que a los muertos. 

15
May

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9
May

Pasar más tiempo juntos

Después de malgastar su tiempo en quehaceres despreciables se volvieron a encontrar. Nunca les gustaron las armas, pareciéndoles vulgares. Su trabajo consistió en recordar, y sacaron partido a lo que siempre supieron hacer.

Podían sentir una compasión tremenda y, al mismo tiempo, ser despiadados. Ahora bien, optaron por bordear los límites de la verdad en esa tierra de nadie. Ella se conformó con estar enterada, que no saber. Él, con la utilidad de todo ese triste dolor. Cada cual sus días. Uno los pares, la otra los impares.

Y como si nada le cogió la mano y mil ojos escondió la noche en la víspera de casi todo. Viéndose y teniéndose de veras. Habiendo llegado después de ser invisibles, y ser invisible era casi peor que estar enfermo.

El silencio de la vivienda y tener que descifrar el desconcierto con palabras les fue complejo en ese cruce de caminos. Si bien, su trabajo consistió en recordar, y sacaron partido a lo que siempre supieron hacer. En un santiamén se pusieron al día y establecieron nuevas metas sin tener que llegar a lo más trágico e irresoluble.

Cosas como hacer un bizcocho, andar juntos, zurcir unos calcetines, planear un viajecito, comprar unos regalos, aprovechar las rebajas, o preguntarse por la salud surgieron sin más. Fue una contrición extraña en la que ninguno tentó la gravedad ni dijo mamarrachadas o puso condiciones, surgió. Sí, surgió. Como la primera vez que vio un muerto a los nueve años, u olió la colonia de jazmín de su abuela, quien tuvo la mala ocurrencia de morirse. Aquella vez los nervios tampoco estuvieron tan encendidos, solo se pasó de la niñez a otros asuntos.

Y en ese afán se dieron a vivir y se quisieron querer: pasando tiempo juntos. Los días pares él, los días impares ella. Cierto es que en verdad era al revés, porque cuando a ese le correspondía llevar el peso de la relación miraba más por ella que por él, y si por cansado que estuviera había que salir a dar un paseo, lo hacía. Cosa que ella agradecía, tirando de su parte y siempre dándole facilidades. En cuanto a los tonos nada de nada, el vaso siempre estuvo medio lleno, jamás medio vacío. 

Una pena y toda una desgracia que sus días buenos y malos se hubieran reducido a cuatro, dos para ella y dos para él, empatando con la muerte el amor. Amor que estuvo desnutrido un breve lapso de tiempo de veinte años, recuperado en cuatro días con creces.

Él hubiera dado su vida por ella, no obstante, le tocó llevar la pena. Culpable de no haber sabido quererla a tiempo. Y ella por fin tuvo su ansiado viaje, atestiguando la inocencia de alguien y pasando más tiempo juntos desde ese embarcadero donde esperar y tomar la mano.

2
May

La habitación cerrada

Si no millones, muchos miles de habitaciones cerradas había como esas. Vivían con ese rencor, más bien dolor. Se llegaron a sentir nada. Sin apenas defensa y casi que siendo la comida de otro, viendo el rostro de sus torturadoras día sí día también.

Sus mentes obedecían sin defenderse, bajo la intemperie del aire de las ventanas cuando se podía. Las cuidadoras eran ciegas que podían ver, pero que no miraban más allá. Poco más que un ardid populista, aislándolas y teniéndolas recogidas en días señalados. Gente carcomida por el veneno con lapidarias frases que mejor no citar. Todas, desarraigadas, y no creyendo en ese tipo de amor, presas igualmente.  

Por no haber no había ni una buena música de radio que les gustase, o palabras de esperanza y amistad. Les daban pastillas. Bebían lo normal: agua. Y hasta con eso algunas veían perros verdes. La costura, en tiempos, fueron su libro de las ilusiones. Solas en una especie de celda en su propio cuerpo, como que culpadas de veintiocho delitos cada una.

Tocar sus pies y calzarlas, comenzar a mirarlas desde abajo sin mirarles los ojos, vestirlas y ellas dejarse, apoyando sus manos en los hombros quienes podían, era el reto diario y entretenimiento para las que fueron sombras de la crianza, habiendo pasado de la suntuosidad de palacios en algunos casos a la miseria de convivir como presidiarias.

Todas, encerradas y castigadas por hacer ese bien, habiendo llegado a la edad a la que una persona se consideraba vieja. Locas de atar. Hijas repudiadas y madres parturientas. 

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