agosto 2019

29
Ago

Las horas como dedos amputados

El tiempo nunca te espera, ni la sensación de caminar entre la niebla, el efecto de la luz en la nieve, los aguaceros que lo pueden todo o los olores de las brasas de un fuego. También los institutos, los desconocidos, esos trabajos pendientes y los billetes de ferrocarril para ir de un sitio a otro con otras prisas. Verbos, y sustantivos, que cambian. Aunque siempre nos servirá alguno… de esos días en los que todo fue una viñeta, ya fuera para aclararse, para ser un trotamundos o para ni atreverse a caminar siquiera.

En general todo pasa y todo tiene su desvelo e insatisfacción, más la impresión de desaparecer de sí mismo es algo mágico. Así está la mar hoy, insufrible, diría con pena uno que se queda; muy distinto a quien se va y no termina de irse Menudo día de baño. Ambos perturbados, desorientados. Porque inevitablemente nos centramos en los giros radicales, en las primeras tentativas, y hasta venderíamos sangre para comer. Bravuconadas, dado que no hemos aprendido a estar, ni en los trabajos y los días ni en las vacaciones.

Todo, por los imperativos morales, de los más aciagos, hasta que los mismos cobran un aspecto diferente: de desobediencia civil, de prenderles fuego. Perdería la facultad del habla, acabaría dejando ciego a todo el mundo, dirían esos dos de antes, indistintamente, si hubieran aprendido a vivir. Algo extraño, antinatural, o no del todo apropiado. Significativo trastorno en las condiciones fundamentales de vida que se precisan de cuando en cuando.

Hasta tanto, con no infringir la intimidad de los demás, me vale. -¡No he visto nada!- diré. Y convendría también saber decir: -Eso ni es asunto mío. Lo siento-. Así, las horas, serán eso, horas; y los trabajos y los días constituirán un pequeño paso adelante, los mismos que nos dan las naturalezas, yendo y viniendo a su son, con la intensidad añadida del volver para todo o nada en un cara a cara sinigual una y otra vez, y no esos movimientos sinuosos de los animales encerrados en los zoos que miran con miedo por entre los barrotes, de dentro afuera y viceversa.

22
Ago

La dama de oro

Y sus senos de duro estaño en un blancor almidonado se quedaron, como en una fragua al aire, no solo al aire. Ni un enjambre vacío de vida pudo enhebrar tantos raíles, por angostas mis manos y pequeñas las cuencas de sus ojos.

Si queremos saber lo que es la paz no podemos llamar a la guerra con el mismo nombre, me dijo, cual Madre Teresa, como si fuera un asesino, un saqueador o un salvaje. Fue sumamente despiadada.

Para ella, la lealtad lo era todo. Ignoras totalmente la diferencia entre el bien y el mal. Halló respuestas en mi infancia. No creciste rodeado de carpas, intentando atrapar una nube. Te ensañas con ojos chispeantes.

Verla salir fue como comer carne cruda, huyendo despavorida. No titubeó, ni sangró por la nariz; me ahogó en mi propia sangre sin creatividad alguna. Los raíles fueron cuerdas perfectamente orquestadas cuales lazos, veleidosos con su silencio, dejándome nauseabundo y pestilente. Ella estoica, humilde, también iracunda más sin huir despavorida.

En oleadas cresta arriba, por entonces, supo repelerme, disuadirme sin rebanarme la cabeza, obcecada conmigo, cual títere. Serás feliz, me dijo, pero primero te haré fuerte, tan fuerte que el que te haga daño se arrepentirá. Un gran marinero puede navegar aunque sus velas sean de alquiler.

El viejo y conocido olor ahora es lo más versátil, habiéndome dejado el umbral del dolor, su dolor, más bien bajo, consciente de cosas muy sutiles en el entorno. Tacho las banderas de pavor, de mortaja. De nómadas analfabetos. De puertas de acero y muros de cemento. Deformar el cráneo de los niños con vendajes era común, aún duele, ella no. Todavía le hago círculos al cielo en sus trayectorias, fantoche, mojigato, soldado y gente infinita.

¿El hechizo de un café?, recuerdo; que planteó. Ya terrorífica, diferente, salvaje. Cuidado, el hombre no tiene nada que perder, porque no tiene nada que proteger, avistó. Y voy. A su fotografía; a eso. A ella. Sin aires.

16
Ago

Un libro a medias, nadie mejor para una canción lenta

En la película Toro Salvaje, creo que decían: “una mujer en el lugar apropiado, en un momento apropiado, en las circunstancias apropiadas puede hacer lo que sea”. Eso también influye, porque soy un hombre. El título, que me costó dar con él: Nadie mejor para una canción lenta hasta he pensado usarlo para el siguiente libro y no me parece justo; la ceniza sagrada de otros cuerpos acumulada en la voz de viejos cantos no tendría que dar ramas verdes. Es la cara amarga de la soledad, donde sobran las manecillas del reloj y faltan otras maneras de estar solo, acabándose ahí el silencio. Dulce piel que no prolonga afanes.

Siempre lo he visto así, lo que se empieza se termina. Pero no. La firme aceptación de estar conforme con lo que se está escribiendo genera duda. Conforme me pongo con el libro en curso, mi gesto, mi tiempo, me hace patinar. El actual no es como otros, no sale con esa costumbre de andar sobreseguro, me veo más como un manojo de huesos y de palabras; ni prolongo afanes ni adivino astros.

Todo es una espesa corteza, hasta ha habido días que he tenido que evitar para no escribir malhumorado, porque todo influye. Cuando el entorno no es el adecuado, y los trabajos (funcionariales en mi caso) se convierten en patéticos y odiosos, eso de resguardarse en la escritura como tal paz dorada, seguridad, pan y mejor metal, es un andar cuestionable.

Dudo si seguir y darle un mejor desarrollo y fin, correlacionando lo que ya llevo hecho, que es bastante; o bien dejarlo estar. Me daría igual deshacerme del mismo, como ya hice una vez (hecha la excepción todo vale dicen algunos), o apartarlo al sueño de los justos, dejándolo inacabado en una caja sin nombre. Más el futuro de lo que hay no es la duda, sino habitar esa tierra de culpas, porque este libro iba a ser un pequeño y sucio secreto con deterioros de ADN. Versaba sobre un pueblo de china, junto a la Gran Muralla. Se trataba de poner en duda la verdad absoluta y eterna que existe sobre la misma. Y, sin embargo, como que necesito lo menos cien letras para vehicular lo que antes salía en una, por días inerte, cabizbajo, sumido en la incoherencia de la empresa para la que trabajo (la que ni escucha el terco movimiento de los corazones insomnes).

En fin, la realidad tiene la última palabra para validar o refutar. No todo vale. Negar un libro lo mismo es trucar las leyes de la naturaleza. Si no es lo suficientemente bueno, como me parece a mí -por lo sentido hasta la fecha- lo mismo debo simplemente seguir por eso del método y lenguaje, aunque esté disconforme. Dejarlo todo en presencias que nunca se acabaron ni se fueron podría pasarme factura, ¿y si me acostumbro y sucediera con otro más, y más? Creo que tocará habitar la tierra de culpa, ¿no sé si entregarme sin tristeza a ese rumor amargo?

 

 

15
Ago

Hacia un pequeño pueblo perdido…

Todo es caos, todo es azar. Sombras, afán y paz dorada. Primera vez. 

Sonidos de tropiezos, de estar solo y bien acompañado, ecos de los días.

Ritmos e impulsos. Sueños, anhelos y presencias, que no vértigos. 

Relámpagos que se adivinan, que buscan lo que esconden.

 Peligros menos hondos, de los de poco a poco.

Fiebres inocentes, rumor y vagar de miradas.

Otro dolor de heridas; otros silencios neutros. 

Dulce piel que así se mueve;

dulce desdén de ojos, soles y caminos;

dulce habitar la tierra de culpas

Todo es caos, todo es azar. Más todo es relativo. 

Ni el doble fondo de un niño cogiéndose a la mano de su madre.

Ni la espesa corteza de los días. 

Firme aceptación,

firme gesto del tiempo.

Las cosas como son.

 

8
Ago

La angustia de poder elegirlo todo

Hoy en día, que la gente sabe el precio de todo y el valor de nada, aún andamos con los espejos de fuga, el juego del tiempo y la invención del viaje… pero soñamos, la misma armadura de siempre, aunque con todo y con esas, siempre vamos a necesitar a alguien que nos cuente algo que no sabemos. Y todo puede ser, extraños o no.

Danzar y danzar, para remover las más dolorosas heridas. Fíjense en la imagen: Ni un viaje de diez metros dio ese. Pareciera que los pecados le seguían. Nauseabundas razones, llegó a pensar. Y de todas ellas, una muy necesaria: jamás la había olido, tocado, besado. ¿Los ricos son siempre ricos?, ¿por qué la madre y el bebé deben estar siempre juntos tras el parto?, anduvo cavilando ella, si bien los horizontes ya dormían en el océano.

4
Ago

Se sucedían los días y no la besaba

Esos ojos redondos de mirada granítica, dura pero rosácea, marmolada y corsaria les procuraban miedo y encanto a partes iguales; también el eco de las lluvias que no terminaban de llegar cuales rayos de nostalgia.

Él ya sabía de los hermanos de su padre, de la hermana de su madre, de las primas de ella, de su tía que no era su tía, de la hermanísima y sus recurrentes veranos e inviernos de juventud, que tenía muchas sandalias para el verano (sin tacón), hasta había visto cómo le quedaban los vestidos de flores o los con y sin rayas (sujetos o no con cinturón), y que había ido a una modista marroquí en un sábado en plena tarde para unos arreglillos. Casi que le llegó a hablar del musgo del tejado. La muchacha tenía recursos a la espera de incipientes o tardíos frutos. Ella que de política ese pasaba, que estaba asqueado con todo y nada, casi sin familia, credo, coche y casa; solo trabajo y más trabajo, a falta de capital, mejor sobrenombre y ciudad más grande o chica. 

Tras años sin verse, muchos, sin saber absolutamente nada el uno del otro, unos veinticinco, él había perdido la cuenta de las veces que habían quedado a tomar primero un café, luego un zumo y más tarde a comer y cenar, paseando, incluso. Criticando también tatuajes varios, elecciones de otros, siempre. A su lado tenían una ciudad moviéndose, que los saludaba, la misma que les vio de estudiantes, por cuando si se miraron ni se pararon a verse juntos, y sí, eso ya sucedía. Los dos se preguntaban, cada cual, en su foro interno, si sería ella o él.

Haber escuchado de la misma te daré un masaje, más los viajaré siempre que pueda no eran el peor de los miedos de ese, sino el ¿qué pasaría cuando ya no pudieran parar de mirarse, estando juntos? Porque se lo preguntaba. Llevaba cuatro o cinco, y ninguna tras de sí, salvo la primera vez. Él ni se acordaba de qué fue lo que le hizo saber que su matrimonio fallaría sí o sí, después de tanto tiempo. Y aún era joven, estaba en la edad de oro, y dentro de la fábrica, haciéndose, como toda persona con presente y futuro, capaz.

Ella también tuvo sus deslices, algo le contó en las sesiones de gastronomía que se daban, aunque lo más candente no eran esos pasados, sino la angustia del poder elegirlo todo. Aparentemente nada le faltaba a ella salvo su hombre. Hablar de coches, de la venta de todo tipo de modernidades y artículos vintage, de infinidad de viajes hechos y a la vista, de sus amiguísimas repartidas por medio mundo le confundía. A veces ella se le quedaba mirándole fijamente, como si fuera a decirlo todo. Pero no, tampoco se atrevía. En la penúltima cita, porque eran eso, citas de dos y nadie más, incluso al teatro, sufrió un castigo sin venganza. Se atrevió a tocarla. Sí, a tocarla, que no rozarla. Le frotó el brazo izquierdo por encima del codo bajo la excusa de saber si seguía teniendo frío, un calor menor debido a los aires acondicionados. Lo hizo justo al despedirse y cruzar el paso de peatones. Ese nunca miraba atrás, ni al cruzar el semáforo donde últimamente siempre le esperaba, dirigiendo el tráfico a la par de una fuente iluminada y crecida, mientras ella terminaba de pintarse.

La coquetería no la había perdido con los años, ni ese color tan característico. Un moreno rosetón tan cercano que él lo haría patrimonio de la humanidad, el cual dejaba a la vista esas arañas tan propias de quienes trabajaban todos los días erigiéndose en ciertas extremidades. Monumentos para él, según días; fortificaciones, en otros. Y había aprendido a no tener flores en la recámara. Otrora época ya se le habría declarado y llevado varios rosales y claveles rojos. No obstante, su bravura, con los años y experiencias se había hecho milimétrica, tanto como su dulzura. Sabía que le gustaba. A su modo, la dormilona le había dicho guapo. Esa, como buena dama, manejaba las lenguas. Y nada se la hacía tan fantástico e insólito como su quehacer diario, por muchos países en los que hubiera estado. Pero él le ofrecía otras mutaciones paisajísticas, de las más notables para su edad. Ambos sabían que era bueno caminar descalzo

En la última quedada, que tuvo excursión de a pie para bajar la cena, casi que exploró lo oculto, pero no. Solo agua. Ni actividades deportivas compartían, o vuelos desde la ciudad de origen, traslados en tren u otras orgullosas ciudades. Tas el desayuno se intentaban olvidar el uno del otro, y eso que apenas se veían. La ciudad que los unía, por bella no destacaba, funcional quizás. De medieval nada. Callejuelas, bares, terrazas y poco más era el deleite. Un algo libre y poderoso, con multitud de pequeñas y grandes aristocracias. Ella era una de tantas, tenía un rico patrimonio, trabajado por su familia, que medio regentaba. Porque cada día había de reconstruirse.

A su edad, saludar a tantos al cruzarse en los días y los trabajos, tomarse una cervecita, sus pescados y mariscos, los cines, cafés y religiosidades no se los llevaba el tiempo ni los vientos, sino el azar. Sabía que lo tenía delante, a ese alguien. Un hombre medianamente robusto, agradable y con la calidez propia de haber encontrado su propio microclima. Más o menos, un encanto en la puerta del infierno. Pues ahí estaban ambos, en la propia gruta del diablo: soñando con casas viejas sin ni llegar a darse la mano. Un ejemplo de igualdad sin igual, si acaso. Cuando no pagaba él lo hacía ella, y viceversa. Quizás, razón por la cual los dos islotes iban resistiendo a toda esa erosión.

Era lo que ese más detestaba, regresar tarde a su alojamiento casi que peor que el primer día: solo y confundido, consigo mismo y con ella en la más pura esencia interior. Y el comer era la paranoia como combustible para la damisela, pero lista como ella sola nada le caducaba, sabía medirse la tentación.

Una vez a él lo vio con ropa ligera, no tan fino o grueso como ir en bañador, pero casi. Ella no, como mujer podía ir elegante pero informal sin perder su atuendo, siempre. Ahora bien, ese creía que ella hacía trampa. Le miraba por el balcón mientras la esperaba contando los hilos de agua que iban a subir de la fuente, impulsando esa parada y fonda apoyado en una señal de tráfico, normalmente hacia la tarde noche. Y nada de fantásticos aires de la montaña o las brisas marinas. Pero la gracia de todas esas esperas y salidas radicaba en la variedad: siempre había algo nuevo. De momento, sumaban. De momento, porque se ofreció a llevarla al tren para unas de sus muchas salidas por vacaciones, en lugar de que se tuviera que coger un taxi; y eso le descolocó a ella, una galantería que salió de él sin más, aunque a los segundos, de poder retirarla lo hubiera hecho, el caso es que no encontró la forma y manera de seguir siéndole gentil y educado sin ofrecerse a llevarla. Sabedora, y victoriosa, ella de inmediato le ofreció quedar antes, una gustosa esquiva como si fuera otra cita menor, de tantas. Él noto que ella también se había desencajado. Solo que a él no le pareció ni mucho ni poco, sino un mal cálculo suyo: podría interpretarlo como una declaración o un algo más propio de novios, queridos. Esa misma noche pudo haberla besado con todas las ganas habidas y por haber, de hecho, ella lo esperó, ni yéndose ni quedándose hacia la vera de su portal. Y no. Por haber hubo de todo y nada: carga útil (se ansiaban), cansancio específico (no eran sus primeras veces) y por supuesto, los costes de distracción (gentes que pasaron a deshoras). Sí, eran más peones que fugitivos, como toda esa ciudad de provincias de la que él y ella quisieron escapar años antes y no pudieron, formando parte de ese ejército olvidado del mundo: trabajadores sin fanfarria ni panteón, casi que escupiéndose contra el viento. La vida se les estaba yendo.

Alguien con espectro autista (personas de esas que recordaban momentos, no las horas con sus padres) los diferenciarían a la primera, formando parte de esa pobreza: la soledad más inaudita del no atreverse. Todo, porque las más crueles mentiras eran dichas en silencio. Tanto el jardinero almirante como la servicial empresaria, indefectiblemente eran infelices, por trabajos y conocidos que tuvieran. Hasta ese desorden de sus nombres cuadraba, como si Dios no les estuviera mirando. Seres que generaban quietud dentro del movimiento. Quizás los muertos de uno y otra hubieran planeado esas cortesías, pensó ese, o que algún petirrojo hubiera cantado sus abriles, recordando las muchas veces que a punto estuvo de probarla, algunas tan categórico como un mamut lanudo y en otras tan inadvertido y ético que un caracol se le hubiera adelantado, ya fuera por azar o por la propia interacción.  

Apenas tres horas faltaban para que ella tomara el tren. Y ese estaba como cuando la vida te da un martillo; ella, cual mujer aplicada y obediente en su jaula de leones: su cama. Un reino siempre demasiado breve. 

(CONTINUARÁ, si quieren)

 

 

Al continuar con la navegación entendemos que se acepta nuestra Política de cookies. Más información

Utilizamos cookies propias y de terceros para mejorar la experiencia de navegación, y ofrecer contenidos y publicidad de interés. Al continuar con la navegación entendemos que se acepta nuestra Política de cookies.

Cerrar