mayo 2022

26
May

Pasarse de modernos

Entreverar la infancia y la pubertad con la vida adulta no siempre conllevaba ventajas. Los primeros amores, el misterio de la fe o el miedo a la fragilidad evocaba un hermético silencio en ella. Alguien, a ratos cómica y a ratos conmovedora. Una niña mayor, pero una niña, en definitiva.  

Tenía muchos cuadernos perdidos, tal que tuviera cincuenta años vividos. Incluso en los lugares más insospechados. Su habitación era una especie de “Roma desordenada según su prima, quien mejor la protegía.

Con el torso desnudo parecía tan blanca que dolía su enloquecedora belleza. Cosa que no pudieron atajar los tratados de armonía de todos los médicos que la vieron, por separado y en habitaciones dobles (cuando la internaron). La chica se ponía hecha unos zorros cada vez que le tocaba ir a terapia. Su anatomía empequeñecía más si cabe.

La comida, a poco, era un agente de cambio. Sabía usarla cuando quería. No se le daba mal cocinar, dentro de la pereza del fregar y limpiar. Aunque no pareciera que ese fuera a ser su destino.

Su prima, que le hacía de bombera y de policía en ese juego de encuentros imposibles la veía al timón de un barco, por pequeña que era. Ostentaba un vínculo sano. Como manipuladora era hábil en la esfera social. Le generaba culpa, vergüenza, pérdida de autoestima, sentimientos de aislamiento e inseguridad, todo ello dentro de esa sensibilidad tan maravillosa de atenderla tal y como era, no como una adulta más. Y no por ello dejaban de reír y hacerse confidencias de niñas.

Y cariño no siempre había. Le decía las cosas que no quería oír a esa coronela que no tenía edad ni para ser de tropa e infantería, en absoluto mando. Sobre todo, cuando tenía hambre, porque nunca se sabía qué locura podía hacer la chiquilla, enjaulada por propia voluntad en su habitación, viéndolo todo de azul, cuando no de negro, o con goteras a cada día y a cada hora… y sin ser capaz de pedir ayuda ni mucho menos de aceptarla.

Todos creían que quería respuestas. Pero lo que quería en realidad eran respuestas correctas la que no podía ni imaginar que acabaría ahogándose. Ella y su prima. Ahora bien, para ello le tocaba vivir, crecer, equivocarse, llegar a ser madre, enterrar a la suya en parte, y hasta comprender a su padre… le gustasen o no las exigencias y las responsabilidades. 

La prima, que lo era y no lo era, con sus mejillas ardiéndole de vergüenza se sabía hacer la tonta y atacar ese sabor rancio de cuando en la infancia bien crecidita quien no era nadie se creía resuelta, digna, mujer, bella y bestia. Lo primero que hacía siempre era ofrecerle un pitillo, y como no fumaban, ni debían, ya tenían algo con lo que romper ese hielo y ponerse al mismo nivel la una y la otra. Al poco surgían frases del tipo “tú eres la única a quien se lo he contado” y demás cosas.

Cuando no era el truco del cigarrillo, tiraba del bourbon o le ofrecía hacer una ensalada con dos docenas de tomates para ellas dos solitas, y cuatro bolsas de canónigos más todo tipo de especias. Se trataba de restregarle su azul, y lo conseguía. Mucho mejor eso que esa cara de plástico que se le estaba quedando de tanto estar encerrada, sola y comiéndose la cabeza. Solo quería ayudarla, ser su amiga. Otra cosa es que fuera la madre de quien se escondía la que pagase a la hija de la vecina por hacerse pasar por su prima, con tal de recuperar algo parecido a la rutina de vivir: madre e hija. Madre, a la que por supuesto no terminarían de encontrarle la cabeza años más tarde.

Los dibujos también ayudaron, por cierto. Dibujos que eran como si temieran dar la impresión de que contradecían a Dios o a algo así, una y otra. Y otras tantas rutinas, que por rutinas ya eran algo, y para quien todo lo tenía por delante (como esa niña de los azules) ya eran mucho. Lo que tampoco tenía lógica es que la madre no volviera a dormir después de su primer embarazo… con la ilusión que le hacía ser madre. La que nunca tuvo una habitación para sí sola; jamás. La misma que nunca se saltó una comida de niña, ni se le pasó por la cabeza; mucho menos contestar a un mayor, o creerse adulto sin serlo o se tragaría sus esperanzas.

Pero es que los colegios, pasado el siglo XX, dejaron de ser lo que eran. En época de exámenes prácticamente todos se iban de excursión a la Warner, a montarse en las atracciones, como si con ello fueran a mostrar sus puntos más vulnerables los niños y a arreglarlos los mayores.

19
May

Dichosos ojos; de eso también estoy seguro

Nunca encontraron el hacha ni la encontrarán, señor juez. Menos aún la cabeza de la chica. Y no, no está en mi minihuerto… dichosos ojos. Todo terminó el día en el que aquellos dibujos acabaron por representar nuestras vidas.

Esto disipa las sospechas sobre mi padre, solo estaba borracho y un poco sentimental. No podía imaginar que acabaría ahogándose; las mejillas aún me arden de vergüenza.

Así es la naturaleza humana, ¿no?

Una chica delgada, morena. Solía vestir de negro. De eso también estoy seguro. 

12
May

Memoria de un día vacío: PEBELTOR

 

Los antiguos se morían y a los nuevos no los quería nadie. Resultaba difícil ordenar tantos demonios. Había regiones imaginarias en ese edificio y, todavía por la boca moría el pez. Juegos de guerra, en definitiva. Lecturas, aprendizaje y la ciencia de contar historias. Una de ellas versaba sobre el autorretrato de un piano ruso, y no sobre si Putin era o no un psicópata y el mundo estaba pagando lo que sufrió de niño. De enseñar masculinidad positiva tampoco. Estaban donde estaban. Había noches en las que solo quería morir. Lo que llamaban locura era una soledad atronadora. Vecinos, todos. Muchos.

Y estaba ella, la que sí sabía y tenía una extraordinaria vida corriente, muy alejada del lenguaje de la factura de la luz y esas otras maneras de vivir. Vivía. Aprovechaba su momento. Era todo un pájaro de carne en un mundo complejo en el que la gente quería respuestas sencillas. Mostrarse vulnerable ante el mundo no tenía ventajas. Había que hacerse con ello. Y no lo tenía fácil. Olía a muerto en su rellano. Alguien que tuvo una verdadera catarsis de dolor. Un mamarracho y soplagaitas que a los sin hogar los miraba, pero no los veía, y quien le hacía muy largos los días y muy largas las noches a la señorita.

Si bien, en psiquiatría no se había avanzado nada en el último medio siglo. Más la vida les era eso, y el mérito integrarlo todo. Ella lo consiguió. A ratos venía a ser una lechuza, en otros un antílope, una mujer, la niña que fue, etc. Era el juego de la vida. Ilimitada y salvaje. Fascinante. La hija ilegítima del vecino conquistaba como nadie ese edificio. Ella y sus lecturas, verdaderos contrapesos, necesarios para los malos tiempos. Correteando por los jardines y el palacio o campo de El día que llovió hacia arriba; El lenguaje del pasado; Flores de plástico; Zanahorias para todos; Siempre hay algo que decir, y tantas otras, notando como que le llamaba especialmente la última, la de El sexo de las embarazadas, que no iba de cómo evitaban los jóvenes rusos el servicio militar para no ser enviados a la guerra de Ucrania, pero que en algo se tocaba (y eso que la mitad de lo que se decía no se lo creerían todos), por cierto y verdad, y el gran miedo de quedarse en nada, pasando por la vida sin pena ni gloria. Otros aspectos prácticos de las negociaciones colectivas y de las personas, formándose y estando sin estar. Leyes de la ascensión en las que no todo era bonito, que había quienes podían tener dos cabezas, tres manos y dos corazones.

Al tiempo, los servicios secretos rusos podrían estar planeando deponer al verdadero Putin en plena guerra, según The Times. Y estaba Masha, el primer oso rescatado con éxito en Ucrania, que llegó temblando a su nuevo refugio en tal lugar gaditano: la Base Naval de Rota (donde se desarrollaba la obra El sexo de las embarazadas). Un oso que también votaría. Todo presuntamente, que nada se podía decir ni afirmar por la dificultad de lo militar. 

Nuestro mundo es un envoltorio.

Una cáscara delgada y fina.

PEBELTOR

5
May

La pareja de al lado

No sabían que estaba jugando con ellos, y no era de extrañar que estuvieran preocupados. Sabía hacerlo… la culpable de ahogar a sus cinco hijos.

No había mucho más que se pudiera decir, y eso que todavía tenia el teléfono pinchado, pero era poco probable que pudieran localizar la llamada: era analógica.

Podía permanecer de pie junto a la ventana mirando a cualquier jardín trasero durante un buen rato, la criada en un selecto centro privado femenino al noroeste de la ciudad.

Y aunque parecía tensa cuando mencionaban la cámara de video del teléfono, no se quejaba la que seguía poseyendo esa clase de belleza de instituto. Sí soltaba un suspiro, como si no supiera qué decir, e impostaba vergüenza y una mirada irónica.

Nadie podía igualarla. Ella misma había llamado a la policía. Y algo de un pijama les había comentado.

Desde que todo eso empezó apenas había comido. Ya le quedaba menos. Y a los otros, dos hombres que volvían a observarse mutuamente. Ella, no obstante, tenía que asegurarse de que todo el mundo apreciaba su importancia. En nada subiría las escaleras, cogería las llaves del coche y dejaría sobre la mesa el sobre… A la postre la policía pediría perdón, y no se le podría culpar porque muriera su abuela.

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