octubre 2019

31
Oct

Uno y sus miedos

Él no era un hombre a quien una miraría dos veces.

Encajar sus manos les costó. Angustia, supervivencia. La piedad, la estética de lo difícil. Cuando se abrazaron, la nariz de ella le permitió sentir el helor y el candor que portaba. Una trinchera infinita. Ese optó por hablar y no darse al desconcierto de frecuentar sus rostros sistemáticamente, como un gusano cobarde, rejuvenecidos, sí. No le dijo nada del pelo; pero se fijó. El día de antes, u otro, ella le contó que pretendía recortarse la melena.

Oír a la gente gritar, caminar y saludarse; gemelos, menores, deportistas y las/os de media vida colgados/as al teléfono, pareciera que habitaran un país distinto. Él, con la mejor de las sonrisas e incredulidades, se topó de nuevo con el suficiente horror como para llenar un estadio de fútbol al verse solo frente al espejo sin imagen; ella, toda ella, algo inclasificable, siguió en su segunda vida, hasta con los beneficios medioambientales articulando sus intenciones, viviendo.

Incluso en los momentos extremadamente tristes, ese todavía recordaba que sabía hacerla sonreír. Lo expresaban, y bien, sus mejillas, en nada obsesivas, encabronadas o vengativas. Otra alegoría del miedo, que se le metía dentro y no le dejaba ser. Un poco el motor de todos esos días, complicados.

Perverso, ni le pidió deslizar sus dedos por las teclas. Otro bien raíz: un piano. Negro. Que estuvo a su lado una de esas veces, callado en su serendipia. Un instrumento que hasta pudo haberles notado que les ardía la cara. De hecho, con el salón casi vacío, la normalidad fue perturbadora, siéndoles muy difícil imaginar que no sintieran nada. Su supervivencia cotidiana debió pellizcarles, por esa pequeña alegría del volver a verse.

También humo de tabaco notó. Dos días antes, cuando ella lo visitó con el primer botón del cuello desabrochado, creando oportunidades. Un cuello tan lento como que no lo besó. Ella sí, o casi. Un pedacito de él, guiñándosele los ojos de una vez. Hubiera querido más de esa pianista y su consorcio. Pero aquello fue un magro consuelo. Grandes alegrías y pequeñas alegrías.

Y lo que le corroe es el hondo bochorno, o el sigilo de la cama; por eso abrió mucho los ojos, además del picor, que le hacía reír y llorar sin cauce alguno; o la tos y el chasquido de ese a quién sufrir y a quién amar en un mundo dado.

Más en el nuevo día, trepidante o no, tendrá que inclinarse y poco a poco ponerle medida a esa huida de gigante asentando la rutina, dándole un beso a ella, que le estará sonriendo y mirando a su alrededor, consigo dentro. O bien, si de voz parda y aguda le surgiera, hablándole con el porte alto, ese intentaría olerla. Podría pasar lo contrario, que famélico, solo podría reírse para no asustarla. Una risita, de buen aspecto. Y hasta le alargaría la mano, como cuando le tocó la espalda alta, equilibrándola. Un bonito detalle, poco más, por no hacerla responsable en ningún sentido, tan seguro de su amabilidad.

Ni yendo al médico podría sentir de mejor modo los blandos brazos de ella rodeándole, palpitando en esa dulce medianía de un abrir y cerrar de ojos. Para tal alergía del no olerla no le valdría con tomarse el pulso o jalear la desesperanza y darse al llenarlo todo encogiéndose de hombros.

Más solo habrían de enamorarse de quien estaba enamorado de sí mismos, y habría de querer cada cual solo a quien le quisiera. El último y primer drama social. Personajes y situaciones reconocibles, a veces malas. Cuando ella había querido que la mirara, en ese momento él no lo hizo, respirando hondo, sin ni inclinarse hacia delante. O cuando ella pretendió que le cogiera las yemas de los dedos, toqueteándose nerviosamente, como grandes vigas oscuras en su naturalidad. Hacía dos años que ese vio algo parecido, y aún podría echarse a llorar de su vulnerable inconsciencia.

Probablemente se le había olvidado la belleza de las cosas.

Ni el castañear de los dientes o el apoyar la cabeza cerrando los ojos tendrían la última palabra. La insoportable sensación de soledad tratando por sí sola, obviando los hoyuelos de las mejillas y las diminutas huellas de esos cambios de tono tomarían direcciones opuestas asintiendo con aires distraídos. En vez de la sugestionada nota en la botella al mar, ellos eran un barco en una botella, poniendo cara de buenos, y de equivocados en la guerra de los mundos. Ni les valía tener la madre más guapa de todas, o en los bolsillos caramelos.

Añorarse, no era otra cosa que una diversión, ahogarse, y terminar diciendo: la mayoría de los marineros no saben nadar. La parte que les volvía locos. Sí hasta ese empezó a llamarla por teléfono, tanto como ella toquetearse las uñas a la misma hora dándose prisa y empujando las sillas o cosas que le estorbaban, aunque no se hubieran movido, como recién llegada habiéndose perdido la explicación del principio y suponiendo haberlo fastidiado.

Una pastilla para parar un tren precisarían, y que amaneciera y se les fueran todos, navegando en un mundo que creasen ellos, como de tres meses a la mar; también, con todos los trenes quedándose parados en mitad de las vías. Incluso con unas enormes muñecas, el pelo negro y cortado recto ese la querría, candorosa como un infeliz como él minuto por minuto.

Acababan de advertir la extrañeza de aquello. Solo habían pasado dos lustros y medio, y ni tocado súbitamente siquiera. Espantoso y loca de atar, en ese otoño y los siguientes se les resentiría todo, pestañeando con las gafas de sol.

Alguien diría que habían crecido bastante. Fue entonces cuando se hizo religioso, llevando a la niña en la cadera, no solo en ese gesto de la mano. A decir verdad, cual animal se puso a olfatear el suelo. Esa sombra del foco siempre valió una fortuna… Pero el día pasó bien, y luego pasó otro. La ansiedad, su enfado; dos años, el tragar saliva y los gemidos de nostalgia, la atención de una ternura casi imposible, y lo insoportable del no poder escapar, tanto como la vida de esa botella, aquella, tamborileando en la lavadora, invadida por oleadas de gratitud y de arrepentimiento, piano a piano, de algún modo.

 

24
Oct

Morir un poquito más libre, sin saber

Aceptó el café, tan castaño como sus ojos, que se desenfocaron. Ella le sonrió, sembrándosele las mejillas de los ininterrumpidos hoyuelos, al tiempo que se dividía el perfume. Ella, más la emoción más íntima a quien procuró no turbar.

Cada mañana, o tarde, cuando los turnos se lo permitían, con el mejor humor adelgazaba su estresante ritmo ataviada como aquella vez, o casi, incluso con los pendientes de perlas falsas; hacía eso que para su hija era un sinsentido, o un juego más, por joven. Sujetándose a las ventanas las abría, después, miraba afuera de la habitación; la que permanecía a puerta cerrada salvo en ese albor, en la que algún que otro día sufrió su arrojo restregando las paredes con estropajo.

Era la rutina; como si todavía le besase un lado de la cabeza y luego lo soltase, cosa que jamás hizo ese corcel de bebé tan diferente, y tan igualito a su madre, desde el mismísimo momento en el que la morena empezó a tener barriguita, en un mundo tan desesperanzado y terrible. Nunca admitió el cheque del otro.    

17
Oct

Anhelaban conseguir prosperidad

El interior del asilo no tenía mejor aspecto que el exterior. La discreción truncada fue esa: caballos salvajes corriendo. Picores, quemazones y todo fue desapareciendo. Al principio, mis obligaciones consistían en ir de mesa en mesa.

Caprichoso el destino, caprichoso el calendario. El despertar de los sentidos me pilló desprevenido y sin haberlo intuido ni por asomo; muchos otros lo rezaban, sentados a descansar, con o sin paliativos.

Las losas, pulidas por años de uso, también trotaron; y el banco de piedra, así como los botones que las criadas les cosían hablándoles despacito.

A su término, no pude más que echarlos al pozo. Uno se me quedó olvidado, me lo encontré jugando a las canicas.; el que sufría demencia, quizás estuviera confiado y revoltoso aquel día. Un pobre hombre sin ni gratos recuerdos. Años de televisión, miradas a los tejados, su tapete, las fotos de familia en su sitio, y el lujo terrenal del sofá y el sillón: otra peligrosidad por sí misma, ya sin tradición que seguir. Nada heredaré de él.  

10
Oct

Puso el motor en marcha, creyendo que la echarían de menos

En la universidad le dio igual la liberación de la mujer, enarcó las negras cejas, poco más. Las mordaces opiniones de otros ni las contempló. Observándola, ya no volvería a colocarse las gafas sobre el puente de la nariz con el imbécil del profesor mirándole el bajo de la falda, sibilinamente.

De mayor, tal día, de buenas a primeras se bebió todo el café irlandés y puso la alianza de su boda en el hueco del cenicero, que su coche aún tenía de esas cosas. Le dolía bastante la cabeza y, habiendo bajado la ventanilla y puestas infinidad de canciones, miró el reloj analógico del salpicadero, el que siempre daba la hora. Si bien, ello fue un magro consuelo. Llegaba bastante tarde.

Lo que jamás supo, es que él hizo lo mismo. Incluso levantó más viento que ella. Los invitados también.

3
Oct

La isla y sus torreones

Cuando llegó el otoño, con el amanecer de las mañanas más oscuras y un sol que se crecía imponente hacia el mediodía, quedándose en la trastienda hacia media tarde amablemente, cual mechón de pelo por detrás de la oreja día sí día también, demasiado crecido en ese pasillo de las estaciones, a él se le colmaban todos los instintos de imaginarse habitándola.

No era un muchacho grande, gordo y lampiño, sino uno que rezumaba madera, miel y todo cuanto hubiese de noble en las franjas de suelo que pisase, desde que el mismo empezó a lactar de los senos de su madre, embalado por entre sus rodillas, muslos, vientre y pechos.

Ella había tenido un novio anterior, o varios, la que aprendió a echar una mano desde muy pequeña, y no por ello dejó de tener inquietud y encanto, que escondía de más o bien que los mostraba en arrebatos de inesperada locuacidad para a veces quedarse tan muda como el mejor atardecer.

Insensatos, cada cual afirmaba, que, en sus recuerdos, enarcando las cejas pero agradecidos, una vez poseyeron un lugar que compartir, donde no hubiera más formas que la marea creciente, las carreteras distintas, los conciertos de invierno y la seguridad de creerse delincuentes vertiendo una botellita al mar o a un río cualquiera con la pequeña alegría de llegar a levantarse temprano o acostarse tarde, adorando hasta el olor a frío corriéndoles por las venas, retozando como cachorros y comiendo panecillos en el desgarbo de sus tardías adolescencias.

El ritual era agradable. Los primeros de mes, él; el resto de días, ella. Por infrecuente que ello les fuera, mes tras mes, año tras año, desde los dieciocho no menos hasta sus cuarenta y tantos, en días apocados y otros hasta hablándole a la luz de los ojos que se veían reflejar en la cambiante humedad del espejo, justo antes de salir a esa farmacia de los días, igual que un ratón dejando a un lado la aspereza, los miedos y las malas prisas para recorrer con carácter los alrededores sin malos modales, dispuesto.

“No habría funcionado”, asintió ella, toda vez que se le cuadró el sol invernal, poniéndose un mechón de pelo detrás de la oreja donde una franja de suelo de madera brillaba como la miel. “Cierto. Antes no, ahora sí”, contestó él, acercándose, primero con las yemas de sus dedos, luego, con la boca cerrada. Pero parece que eso ella supo hacerlo.  

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