Puso el motor en marcha, creyendo que la echarían de menos

En la universidad le dio igual la liberación de la mujer, enarcó las negras cejas, poco más. Las mordaces opiniones de otros ni las contempló. Observándola, ya no volvería a colocarse las gafas sobre el puente de la nariz con el imbécil del profesor mirándole el bajo de la falda, sibilinamente.

De mayor, tal día, de buenas a primeras se bebió todo el café irlandés y puso la alianza de su boda en el hueco del cenicero, que su coche aún tenía de esas cosas. Le dolía bastante la cabeza y, habiendo bajado la ventanilla y puestas infinidad de canciones, miró el reloj analógico del salpicadero, el que siempre daba la hora. Si bien, ello fue un magro consuelo. Llegaba bastante tarde.

Lo que jamás supo, es que él hizo lo mismo. Incluso levantó más viento que ella. Los invitados también.

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