Llegué tarde al tren, no me dejaron ni intentar subir al mismo, creía que podía lograrlo, de hecho, vi a una mujer que corría tras de sí. Ahora es ella la que me consuela, no lo sabe, pero sí. Reclama, ha solicitado la hoja de reclamaciones. La atienden con muchas diligencias, esa que dictan las marcas de raigambre: va por el segundo mostrador, le quedan otros tantos a mi entender.

Yo la veo, y no paro de mirarla. Me duelen los ojos de tanto disimulo. Va de informal, de culta, de hípster, rapera, lista, guapa y fea. Lo es todo, como las vías y su desamparo, que acogen. Son la verdad de este suburbano y valle inacabado, lo que nos une a todas las identidades.

Muestran la pureza del instante como nadie, las vías están hechas de la ausencia del tiempo; la piel es quien mejor las entiende, y los ojos, que aún me duelen; y que sigan. Sigue siendo bonita, única. Abajo es la mejor crónica de paso. Antes hubo perfectos desconocidos y sus traumas. Hay pintadas, muchas. No las entiendo, cuesta ser todo y nada en un santiamén. No obstante, las paredes y todo ese inventario, como si fueran las cinco de la mañana te despiertan: son faros de raros grisáceos por colores que haya. Y cierta acusación. Lo mismo que esa y yo, la que reclama y se entienden, que no terminan de hacerse caso, y eso que se miran: ¡vaya que si se miran! Son tan extraños como estos túneles, que no son un almanaque sino un sentimiento de alguien: muchos, todos, nadie.

La desigualdad y los modelos de crecimiento urbano son otro cine de la vida. Sí, estamos más cerca de lo que creemos.

 

 

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