El chaval no entendía qué era eso del descanso divino. Los mayores se lo explicaban mal o no se lo explicaban. Y su abuelo, que era el que de veras le interesaba al crío, ya no podía hacerlo.

Enfurruñado y medio triste, porque le prometió que no se pondría triste, aunque le echaría un poco de menos, solito pensaba en eso del descanso divino.

Morirse y que le enterrasen a dos cientos metros de donde tenía su rebaño de cabras y su casa no terminaba de cuadrarle, porque no sabía si le oiría, si se enfadaría con él por pisarle los pastos o las siembras, o si descansaría del todo después de toda una vida dedicado precisamente a eso, a cuidar del campo y de sus animales. Lo mismo se lo tendrían que llevar a la ciudad, y que conociese otras cosas y desconectase, pensaba el jovencito.

Las cosas se precipitaron tan de repente que en esos pocos días no pudieron concretar, porque meriendas solo había una cada día, así que sobre sus hombros siempre llovían las mismas palabras: siempre seré un niño, un niño indefenso en un mundo hostil.

El abuelo, a pesar de haber recibido tanto sol en vida, leía a Pessoa porque su mundo no le bastaba, siéndole la literatura un refugio en nada triste y pesaroso, sino un descanso en tantísimas idas y venidas, o desalentadoras vicisitudes, pues los animales eran vida, y la vida conocimiento.

Cuando por la mañana los sábados se levantaba y terminaba de arreglarse, habiendo hecho cuidadosamente la limpieza de su habitación, desayunaba y corría a ayudar al abuelo en los corrales, una servidumbre que echaba en falta, tanto, como que se lió centímetro a centímetro a revolver el mobiliario urbano y algunos de esos libros. Ciento setenta y siete, que los contó.

Gisele, una joven estudiante suiza que por decidida había tenido días antes su primera experiencia sexual, tampoco es que supiera mucho qué decirle al niño. Para los dos habían perdido nombre los objetos, su significado, y en aquel silencio tan absoluto, aun con esas, era delicioso el sonido abstracto de los pensamientos, tal que animales moviéndose con lentitud, y casi que con miedo a pisar el campo sin que su amo les dijese con la mirada dónde, cómo y hasta cuándo.

Alegre y serio, él no se atrevía a guiarlos, autor de tantísimas melodías inolvidables pero complejas, silbándolo todo, porque así le enseñó su abuelo, que todo tenía sonido, y vida.

Estimularlo en el intercambio de información y conocimientos los demás tampoco es que pudieran hacer mucho. Solo hubo uno que le alimentó la imaginación, la astucia, la percepción, la concentración y la empatía, y eso que solo se dedicaba al campo, como decían del mismo, y sin apenas estudios. Junto al mismo aprendió a ver una película, una serie, leer un libro, un periódico o una revista; y el tiempo, que no a saber del mismo. Una cosa era conocer el tiempo y otra reconocerlo, que de imponderables también estudiaron. No solo ellos, sino que también los perros, esos perros trufados, que mordían con desesperación la agridulce sensación cuidando del rebaño, mirándolo de reojo, pisando, eso también, sin demasiada frecuencia la raya de esos destinos insospechados, esperándolo que dejara de transitar por sus historias, como bien les dijo.

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