Sin papeles, muerto de hambre, con dinero y devoto; o, todo lo contrario. La actualidad le había perdido. Un coche aparcado ilegalmente sobre la acera era lo que quedaba del mismo. Y no de cualquier manera, sobre el capó había un teléfono.

De los de verdad, de los que sonaban. Hasta de voz grave y cejas enarcadas. Iluminado por el sol junto a la ventana a medio bajar, a la vieja usanza. Y un maletín dentro, usado.

También tazas de porcelana sobre una bandeja de plata. De apariencia buena, pero sin rasgos distintivos.

Sobre un parabrisas un folleto de una asociación. De esas que decían salvar a la humanidad. Lo cual era una paradoja, porque el gran prestigio se perdía en cuanto que alguien miraba las cuentas.

Del mismo modo, donde podría haber un cenicero se vislumbraba una cartera vieja y gastada que nadie desearía robar de tenerlo todo. Bien cerca de donde estaban las llaves del vehículo, con su llavero de marca automovilística y compañía de alquiler.

Para colmo la radio encendida, saliendo todos los demonios en los tiempos que la música se había devaluado hasta la saciedad con letras ininteligibles y ritmos pordioseros.

Pero no había que ser severos, ni ponerse iracundos. Desde el interior de un coche de policía mal camuflado dos agentes observaban de lejos el auto y sus inmediaciones; y a ellos otros dos, alojados igualmente en sendos coches. Uno con las manos carnosas abiertas y de escurridiza mirada. No de boxeador turco, pero casi.

Tras esos de los de tener un sencillo escritorio de madera en sus casas, estaba ella, adoptando cierto tono de austeridad. Se trataba de tenerlos entretenidos y engañados. Dispuesta hasta a ser animosa si la ocasión lo requería.

A eso de las nueve la llamarían, tras todo un lunes de vigilia y los días de antes, preparándolo todo. Y no daría un solo paso al frente, seguiría controlándolo todo de reojo, hasta que el banquero enarbolara una sonrisa. Las preguntas importantes vendrían luego. Para entonces los policías ya se habrían afeitado varias veces acentuando los surcos de sus mejillas y ella tendría que echar mano de su discurso declamatorio, conmovedora y compasiva, y tirar de la mirada de adoración a la autoridad.

Invariablemente todos habrían ganado sin ceder un ápice de terreno. Y a por otro banco o sucursal de suburbios paradisíacos. Que si un vaso de papel, un camión y un tipo gordo de entusiastas gestos de asentimiento, reproducidas primero a tiempo real y luego a cámara lenta, más el aire invernal en un precioso día de primavera.

Ni su mujer, la abogada, sabría dónde encontrarlo en según qué días. Pero sí que reconocería el olor de inmediato, y esa incomodidad exquisita de mandarle el coche a recogerlo al aeropuerto. Una sargento incómoda cuando el desahogo de una queja la carcomía y no podía tenderle la mano, que siempre que podía le despertaba con un beso asintiendo con un sincero gesto de comprensión, y que prefería no mirarle en el bloc de notas porque siempre que se iba volvía. Veinte años casados.  

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