Había más personajes donde la torre de nácar y la injusta fortuna de algunos. Toda una maestra de títeres que sabía acariciar la luz con su llanto: Florencia Canale. Era una azafata que lo dejó todo por amor, incrustándose en ese remanso. Los chupitos de caramelo y vodka le encantaban. En el bolso llevaba una navaja con una empuñadura de terciopelo. Aparecía de forma tangencial por el Copacabana. Gestionaba el Museo de la Nada. “Siéntate y escucha” sonaba en esa aura. Llevaba abierto veinte o cuarenta años, ese mapa del mundo visto desde adentro. Un lugar que añadía cierta pátina de normalidad. La azafata enseñaba a sentirse grande. Como el bien común sabía de crónicas para reconciliarse con la naturaleza del espíritu, su decisión y su inteligencia. No tenía presunción ni ánimo alguno de aparentar. Y lo contaba todo, al igual que los asientos de un avión en su anterior propósito. Momentos significativos en la dictadura de lo visual. Desgranaba el entorno como si fuera una profesora jubilada de Artes Plásticas y Diseño, dando conocimiento y pasión artística a toda esa riqueza y belleza, por muchos, desconocida, pese a pasar diariamente frente al Museo, cual baúl ecléctico que contenía el todo y la nada. Todo un programa cultural que encantaba a los incautos visitantes, gozoso espectáculo que eclipsaba incluso a los que ya habían estado en el París más bohemio. Esa simultaneidad y proximidad no era casual. En la islita cabía la poesía pictórica más maravillosa. Las fotografías salían más compactas y transversales. Y la abstracción de los rostros era paradigmática. Las cosas adquirían otro tono en ese sencillo museo de interpretaciones de intensidad reconcentrada en la nada (y un subrayado de metáforas en los cuadros). Llegaba un momento en el que uno se hacía inmune; es como si se hiciera mayor. Las golondrinas se mojaban las alas en un oscuro estanque, creyendo estar en el otro lado del mundo. Ahí estaba la raya que separaba el este del oeste. Un edificio en precario equilibrio, reflejando lo clarividente del no ser nada y serlo todo, con algunos cuadros (pocos) descolgados y dispuestos en el suelo; destacando un lienzo que por sí solo llamaba la atención por su textura: temple sobre arpillera de yute. Todo ello emanando estremecimiento y cierta expresividad amarga, cual denuncia solapada de los estragos de los días.

-La verdad es que me gusta esperar cuando creo que lo que espero va a venir -sostuvo Azucena, en ese abyecto atentado de su soledad. Tampoco consideró mayor suerte-. Me avergüenza haber tratado de evitarlo. Me cansé de contar en tanto patriotismo migratorio, llegué a ser una espuma que lo rellenaba todo. Cuando compartimos nuestras historias con otros dejamos de ser extraños, no avatares del tiempo. Contaba asientos vacíos y asientos llenos; varias veces, en cada vuelo. Llegué a no saber si estaba de ida o de vuelta, con las medias puestas o quitadas.

Eso lo dijo en alto con la porción mayoritaria de su juventud pujando. Aunque fuera algo demasiado ruin, la azafata no la dejó sola ni un instante en su visita al museo. Investigadores, economistas, psicólogos y otros teorizaban de cuando en cuando en ese lugar. Los buenos vecinos pasaban inadvertidamente. El camino que iba al hotel unía esa playa rodeada de hallazgo y abandono. Azucena se preguntó intensamente: ¿Cómo empezar de nuevo o reinventarse? ¿Cómo evitar la fatiga del ser, la melancolía del crepúsculo, cómo superar las grandes alegrías y los grandes dolores? ¿Cuál era la fuerza que le mantenía a flote contra la amargura o el hartazgo? Todo en un instante eterno y ese grueso muro del yacer viva junto a ese golpeteo insoportable del Museo (una especie de ancla en la fachada) y su nada.

Extracto del libro Gay y Discapacitado

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