A partir de ahí, la suerte, antaño esquiva, se alió descaradamente con él. Cuando se quitó la bata húmeda y sucia, empapada de manchas de sangre de muchas personas distintas, había perdido ya todas las cuentas; menos una.

Estaba tan cansado que no llegó a percibir su propio agotamiento, pero no tenía sueño. De boca carnosa y nariz mediana, tras todo el día yendo y viniendo, su aspecto no pareció distinto del que ofreció en la madrugada de cualquier otro jueves. Ni siquiera tuvo tiempo de quitarse los zapatos.

Cogió sus ahorros y, tras haber enterrado a su mujer junto a su abuelo, en un yacimiento de mineral, justo en frente de la casa levantada al borde de la mina que los arruinó, caminó los pocos kilómetros al pueblo más cercano y telefoneó. Su último movimiento de esa partida de ajedrez antes de dar el jaque mate. Tenía un año menos pero siempre fue mucho más espabilado que el resto de los cuatro hermanos.

Solo que un aire venenoso, impregnado por vapores que no le dio tiempo a degustar, lo dejaron amarillo en la espesa penumbra del dormitorio. La arrogante señorita no tardó en encender la luz y empezar a verlo todo más claro. Poco antes de quitarse las gafas observó cómo se le doblaban las patillas a su querido, imprimiendo una lentitud, que ni las mejores baldas de la librería pudieron imaginar jamás. Esa vez no se escondió en el refugio, ni se hizo la encontradiza en el descansillo. Al cura fue a buscarlo su hermana; con la que no tenía más que eso en común y, a pesar de las diferencias políticas, religiosas y morales, militando en posiciones antagónicas, cultivaron una afinidad recóndita, casi secreta, cuya naturaleza tal vez incluso desconocían en comisaría, donde ambas ejercían asintiendo con la cabeza a quienes les pedían cafés y tentempiés.

Junto a la cómoda quedó para siempre la carta con los resultados de la analítica. La policía únicamente se detuvo en la que dejaron en el recibidor, como si toda la tensión se hubiese ido acumulando desde que empezaron los bombardeos. En los Balcanes, aún se sentían todas las vísceras, intentando recuperar su lugar original tras la tercera guerra, cuarta o quinta, según qué versión tocase. Ni los taxistas se podían permitir mirar discretamente por encima del hombro.

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