El sabor a casa jamás lo olvidó. Los relojes siempre marcaban el mediodía. No había noticias. Ni policías, ni guardias. Todo era normal. Lo moderno era tradición. Los niños eran la mejor protección y escolta: se movían, reían y decoraban, hasta se lavaban las manos. Para el mañana había fuerzas, aunque se trasnochara, que se hacía. Ni la noche ni los días estaban por encima de nada, fuera verano o invierno. Cuantos mecanismos fueran precisos se ideaban, con mesas corridas, salas de juegos improvisadas, lumbres, bebidas y comidas que no tenían hora, sí un calendario.

Quienes gustaban de rodearse de los suyos y querían sentir esa mejor compañía, cabían; quienes optaban por practicar deporte, aislarse, viajar y otros hábitos sostenibles, igualmente lo podían hacer, y se desarrollaban.

Se pagaba más de la cuenta, pero se tenía asumido de antemano, con lo que el esfuerzo se hacía y se premiaba, comenzando por lo local, mejorando las distancias. Es más, los disparates, las fugaces miradas, el perfeccionamiento y los sorteos se agradecían. Tanto las mejillas como los ojos se sonrojaban y humedecían. Las culpas y los fracasos seguían, pero eran eso.

Otros tantos sumaban apodos varios. Algunos empleados hacían empresa. Se saludaba a los jardineros, a los del barrer las calles, la gente se ponía cárdigan, y pantalones de cuero, fuera el tiempo que fuera, otras, poco. Hasta algunas/os se veían en mejor sitio en tres meses, delgados, ricos, con los muslos tersos, riéndoseles en el silencio absoluto o haciéndoles trenzas a las niñas por no ser cíclicos y albergar rencores.

En videos había desmadres y exigencias. Se recordaba cuando el coche resultó ser el lugar más a mano para el sexo. Muy raramente alguien apostillaba a la abuela, que ya no eran solo cosas de barrio, contentas.

Algunos regatistas se echaban a la mar como demonios, en su consuelo y mano. A nivel periodístico todo era poco, y lo mismo. En los hoteles surgían primeras citas, y señores cuales adolescentes.

Cada cual creaba un contexto saludable a su modo. Los jefes hacían cócteles, y llegó a haber piscinas llenas de cadenas de oro. También estaban los que perdían su corbata. Más lo preferido era cuando se veía a un niño razonando con los zapatos, porque te podían dejar un caracol, un ciempiés o el juguete preferido, ya fuera de Papa Noel, Los Reyes Magos, el amigo invisible, la propia Navidad, o la avasalladora vecina de impresionante belleza en esos días que no se soportaba el resto del año. También, con vehemencia, había quienes se decepcionaban porque esperaban una moto. Los hábitos de compra daban para todo, el mundo por sí solo ya poseía propiedades antiinflamatorias y juntarse y regalarse algo ayudaba, tanto o más que el relamer de labios de los enamorados, que también se hacían más caso que otros días.

Días en los que muy pocos les pegaban fuego a los cuadros o a los contenedores, que cuando ardían era porque alguno echaba brasas de la lumbre sin percatarse en vez de dejarlas resollar en el cubo de zinc.

Hasta darse los buenos días se hacía con solemnidad, no como arresto domiciliario. Adolescentes incluidos.

Los chuchos eran perros, los gatos almohadones de buen atuendo, los serijos el mejor asiento, un plato y un tenedor o servilleta algo valioso, y la intemperie de la lluvia o el sol la fuerza del vínculo.

A nivel radiofónico se recuperaban algunas historias buenas, tanto como que se volvían a radiar libros, y no solo clásicos. Todo conjugaba con los juguetes sexuales, artesanos o no, y las soledades en el espejo.

Se podía ser humano o asesino, pero no las dos cosas.

Después de pasar por el cajero no quedaba nada si se era impetuoso en la toma de decisiones.  

Lo ligeramente atractivo y misterioso aburría pasado un rato. Lo del mar iba bien con el mar.

La naturaleza, en algunos casos, recuperaba un poco su esplendor.

Algunas, en las iglesias, se sentían como una mariposa de luz, dentro de la gran oscuridad de las velas.

Sonaban las músicas que no eran de niños pero que podían ser de niños. Con coristas por doquier, en casa o en medio de la calle. 

A los ciegos, que eran ciegos y no invidentes, las patatas se las ponían en el plato a las doce y cuarto. Y no había mayor preocupación.

Chocolates, helados, frutas, grasas, carbohidratos, carnes, pescados y demás se comían, que no se dejaban para hacer cosméticos. Una molienda de horas y almacenamiento, aunque algunas muchachas veían crecer la hierba con tal de no comer de más, en su país de los sueños perdidos durante las sobremesas. No obstante, resultaba difícil desaparecer en el recuerdo de otros, alguien tenía que cargar siempre con la regañina, contraponiendo la insana búsqueda de lo estéticamente perfecto.

Restaurantes y grandes superficies se volcaban en el detalle y el pequeño cliente, que no solo el devenir del llenar las bolsas y el carro. “Guapa, hermoso”, les eran la gente, decían.

La vulgaridad extranjera era tremendamente atractiva en las islas. Les dejaban iluminar sus vacaciones. Previo pago, claro.

En política, como de costumbre, se buscaba a alguien a quien odiar porque era rentable. Creyéndose diferentes al resto, como siempre, o muy parecidos.

En fin, que los corazones que reían eran los corazones que lloraban. Que el pequeño Sebastián había crecido, pero había vuelto a ser un niño. Solo, en su casa. Pero reunió a todos. Encendió la chimenea, preparó con esmero viandas y dispuso los enseres de mejor modo, decorando, que no estorbando. Recuperó lo que quedaba en su casa de aquellos juegos de playa, libros sin librerías y, a su avanzada edad, solo con el olor del pensamiento y la leña encendida recuperó todo el ayer perdido, poniéndosele cara de pan en una paz silenciosa que no precisó de televisión alguna que emitiera mensajes de siempre, o vacíos de programaciones y galas emperifolladas. Entre plato y plato, o tapas, pasó las páginas de ese álbum donde se albergaban las fotos y dedicatorias de los suyos, repletas de caras conocidas que también habían crecido, algunas, con más distancias de las deseables, allén de los mares. Y no presidieron las canas, para el pequeño Sebastián todas eran personas jóvenes, incluso las de aquellos tiempos que jamás conoció. Como postre: un deseo (el de siempre).

Le cambió el gesto cuando la policía llamó al timbre y casi que se le metió adentro de la misma casa, prefiriendo las luces a las velas y cambiándole la orientación, sacándolo de ese hacer de la lumbre. La fotocopia de la cara de uno de los suyos le llevó al presente más inmediato. Un acertado policía le solicitó que tomara asiento. Y dijo sí. Desde ese momento, para Sebastián todas las horas y días le fueron segundos, encantado de volver a encontrarse con su hermana. No terminó de querer saber qué pasó, y eso que oyó de la asistente social: rapto, pelea, habrá de cuidarla. A su edad se siguió sintiendo combativo, y capaz de priorizar entre lo urgente y lo necesario. Al bastón no le dijo que no, e hizo sitio para el andador de ella o la silla de ruedas, por lo que supo. Y a su amigo el Corbata, ese perro pelón que enterró años atrás, en absoluto lo dejó al margen: “Viejo amigo, esta te va a gustar, era toda una ardilla”. La gata habló por sí y por el can, casi que haciéndose a un lado y yendo hacia la pantorrilla de Sebas (como le llamaba ella desde siempre) sin entorpecerle. La bicicleta también intentó buscarle, medio pedaleando. El horno se abrió solo y precalentó por si acaso, rematando las bienvenidas; así como que la vajilla se impresionó de tal modo que respondió con un círculo de color en cada uso, mientras el armario recuperó el espejo de cuerpo entero que años y años escondió. El felpudo no supo dónde ponerse, nervioso de más. Los enchufes y los accionadores de las luces no la habían conocido, menos aún las luces led o la silla eléctrica que ascendía lentamente a Sebastián a la planta primera, escuchándole decir a la gata Santiaga, una y otra vez: “Canalla, déjame sitio”. Una silla que ya tenía mucho aprendido, que trabajaría de más, y que podía con todo. Trucos de perro viejo tenían él y ella. 

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