Esas señoras quisquillosas, cuya paz y tranquilidad reinaban en algunos, llevaban años cuidando a jóvenes, de unos y otros, sin insinuantes escotes.

Uno de ellos, un día, dio un golpe en la mesa, convertido en un genio:

-¡Esto no puede ser! Este antro ya no me gusta. Me largo. Oléis raro, a ese jabón de lagarto- medio gritó enloquecido.

Ella, la más mayor, miró embriagada, a sabiendas que las paredes eran de papel. Pero no actuó como los demás. La otra se fue a echar las manos buscándose unas monedas, guardándose el hormigueo en el estómago… hasta que suscitó cierta inquietud en esas pequeñas diferencias, siendo susurrada con delicadeza por el murmullo dantesco de la otra, perro viejo.

-No, esta vez no. Nos vamos encarcelando en nuestra propia prisión. Que difame si quiere– aportó ya con voz de clarinete esa mujer mayor.

-Eres otra puta decepción- le convidó él, dando voz a su testimonio.

Por razones obvias las piernas les temblaban a las ancianas.

Sin embargo, él, que se sentía en su derecho, bufando hallaba su dinamismo procurándole unos ojos vidriosos a la más famélica, quien a punto estuvo de seguir canalizando ese estrés con la limosna de los pobres y las suertes, fiel como un perro: siempre el mismo día. Los viernes.

-¡No hermana!, antídoto- le espetó con una risa complaciente, y menos enjuta que su alter ego. -Empezaremos de cero- le añadió a ese extraño con la profundidad de lo simple.

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